La confabulación
Me siento como un colaboracionista en una red clandestina del subterráneo. Y todo porque hace unos días me llamó la atención en un convoy de la línea 3 del metro un papel pegado en una de las portezuelas interiores. Eran las diez de la noche del domingo 4, el tren iba medio vacío, y a ninguno de mis compañeros de viaje le despertaba curiosidad el papel; dormitaban, leían el colorín de EL PAÍS o, el más osado, echaba una mirada de reojo a ese insólito cartel. Me acerqué con sigilo, disimulando casi, y lo leí, dándome cuenta enseguida de que aquello no era un anuncio oficial de las autoridades, sino un comunicado de la resistencia. Un panfleto, en el sentido políticamente noble de la palabra.
El motivo del desbarajuste hay que buscarlo, según el pasquín del SCMM en la deficiencia de infraestructuras
Sabemos, desde Marx, que todos los obreros son de izquierdas, y escasamente practicantes del golf
Estaba firmado por SCMM, que, después de un primer vuelco de decepción, comprendí que no correspondía a ningún servicio de telefonía en oferta, sino al Sindicato de Conductores del Metro de Madrid. El sindicato informaba de que, en contra de los rumores esparcidos por toda la ciudad, sus empleados no están realizando una movilización encubierta o huelga de brazos caídos, causante de las averías, los retrasos y los sabotajes que desde hace semanas convierten el viaje en metro en un viaje a ninguna parte. El motivo de este desbarajuste hay que buscarlo -según el pasquín del SCMM- en la deficiencia de las infraestructuras (tanto los materiales móviles como las instalaciones) que la compañía, y por encima de ella, la Comunidad de Madrid, mantienen en estado precario. Entonces llegó mi tren a la estación de Ventura Rodríguez, y al bajarme yo entró en el vagón una pareja de guardias de seguridad; el más alto, en un abrir y cerrar de puertas, arrancó el cartel ante la indiferencia de los viajeros que seguían dentro, y yo me encaminé a los cines Princesa, donde la película que vi, Mujeres en el parque, de Felipe Vega, con su interesante trama de misterios sentimentales, extendió mi inquietud al resto de la noche. La película, si no me equivoco, es tolerada, pero ¿había infringido yo la ley haciéndome lector cómplice de ese comunicado del maquis ferroviario?
La verdad es que la teoría de una conspiración en las líneas metropolitanas era atractiva (por novelesca), por mucho que no fuese original; ya sabemos que el PP ve tramas oscuras en todo lo que nos sucede desde el mes de marzo del 2004, y si las bombas de Atocha, la quema de los montes gallegos, la voladura de la T-4 y el calentamiento del planeta son, para el partido de Rajoy, fruto del contubernio de un Eje del mal participado por el Gobierno de Zapatero, ¿por qué la constante interrupción de la red del metro madrileño no iba a tener la misma mano negra detrás? La gran novedad de esta conjura es, sin embargo, la indiscriminada extensión de los conjurados.
En un principio, Esperanza Aguirre dio a entender (y sus fieles se han encargado de difundirlo) que los problemas del metro de Madrid se debían a un boicot sindical; sabemos desde Marx que todos los obreros son de izquierdas, y escasamente practicantes del golf. Irritados y frustrados, los usuarios dejarían de votarla en las elecciones de mayo. Pero la culpa se hace extensible: la maquinación anti-Aguirre no sólo procede de los maquinistas del SCMM. Otra mente privilegiada del gobierno regional del PP, la consejera de Transportes e Infraestructuras Elvira Rodríguez, ve complot más allá de las cabinas de los conductores. Para Rodríguez, en unas declaraciones que están siendo consideradas (me dicen desde Londres) para la nueva edición del libro Guinness de récords de la estupidez, "las perturbaciones" del metro se deben en gran medida a los viajeros, que no sólo afluyen en gran número al servicio (esto le parece, dentro de lo malo, inevitable), sino que se colocan irresponsablemente, primero en los andenes y después al entrar al vagón: "La gente no se ordena homogéneamente en los trenes".
Homogéneamente. Confieso aquí que cuando lo leí me pareció, por una deformación congénita, haber leído que la consejera culpaba de los apretujones de las horas punta al nuevo espíritu de promiscuidad inducido por la permisividad legal del PSOE, sobre todo en lo que respecta a los gays. Pero no, no iba por ahí doña Elvira. Ella hablaba de homogeneidad, no de homosexualidad, y me quitó un peso de encima. Como usuario del metro aún no soy reo del pecado nefando. Sólo de no saber usar heterogéneamente el transporte.
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