Náufragos
El fenómeno de la inmigración clandestina viene poniendo a prueba los principios del sistema democrático y del Estado de derecho en los países desarrollados, como se demostró con el pesquero Francisco y Catalina, y ahora con el buque Marine I, anclado frente a las costas de Mauritania. Las 400 personas que se encuentran a bordo de este barco, en condiciones deplorables, que zarpó de Guinea-Conakry y que, tras sufrir una avería, fue rescatado por un remolcador español, no son inmigrantes, son náufragos, y como tales deberían ser tratados. Es cierto que su intención más evidente era la de entrar clandestinamente en algún puerto cercano, seguramente Canarias. Pero sus intenciones no sirven para dejar en suspenso los efectos jurídicos que derivan de su situación. El hecho de que Mauritania no sea país firmante de las convenciones de derecho del mar complica el desenlace, puesto que sus costas son las más cercanas al lugar en el que se averió el Marine I, y es en ellas donde deberían desembarcar sus pasajeros y tripulantes. El Gobierno español ha hecho lo que tenía que hacer: hubiese resultado moral y políticamente inaceptable que consintiese una tragedia disponiendo de medios para evitarlo.
El episodio del Marine I es mucho más que un simple contencioso entre Estados sobre un barco a la deriva. Es una nueva con
statación de que cada vez con más frecuencia la condición de inmigrante, y más aún de inmigrante clandestino, no se adquiere por el hecho de haber entrado y trabajar ilegalmente en un país. Como si se tratase de una nueva casta o de un estigma, excluye cualquier otra, privando a las personas de sus derechos e incluso
de un mínimo deber de solidaridad, aunque exista riesgo para sus vidas.
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