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Columna
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Urbanismo ausente

La población de Galicia apenas ha aumentado en 750.000 personas durante todo el siglo XX. En ese período pasó de representar el 11,5% del total español al 6,8%. Esta mala noticia desde el punto de vista económico, dado que indica el escaso dinamismo que ha tenido el país -amén de una emigración que no hemos dejado atrás todavía- podría, sin embargo, haber sido una excelente noticia desde el punto de vista del urbanismo.

Al fin y al cabo, teniendo ciudades y pueblos de tan pequeña dimensión, creciendo de un modo tan parsimonioso -compárese ese incremento de población con el de la Comunidad de Madrid en los últimos 20 años- podríamos haber tenido todas las oportunidades del mundo para hacer un urbanismo de calidad. Es cierto que Galicia ha vivido una muy rápida pérdida de peso de la vida rural en los últimos 40 años, tal vez la más veloz en Europa, lo que ha ido en beneficio, en el mismo período, del crecimiento de nuestras urbes. Pero las cifras han sido lo bastante reducidas, y el espacio temporal lo bastante amplio, como para haber permitido que las cosas se hubieran hecho bien.

No se han hecho así, sin embargo. Ni en Vigo, ni en A Coruña, ni en la práctica totalidad de los pueblos del país se ha dejado notar la mano de una inteligencia ordenadora. La incuria ha sido total. En realidad, como puede constatar cualquiera que tenga la suficiente edad para ello, ha sido en esos 40 años que la estela de la destrucción ha dejado detrás de sí un gran número de horrores urbanísticos.

Ha habido excepciones, como la de Santiago de Compostela, donde la mano de Xerardo Estévez se dejó ver, como antes se había visto la de Xosé Filgueira Valverde en Pontevedra ( este último era uno de esos raros conservadores que, en efecto, pretendía conservar algo: al contrario que tantos que así se denominan y son, sin embargo, seres subversivos, con una rara predilección por edificar en los lugares más insospechados y un afán eléctrico por cambiarlo tod). También lugares como Muros y Pontedeume han sobrevivido, parcialmente, al holocausto.

Nuestros pueblos y ciudades -es una lástima decirlo, pero así es- han estado en manos de políticos incultos y de especuladores. Eso ha causado grandes perjudicados. Porque barrios tan duros como Agra do Orzán en A Coruña o periferias tan huérfanas de planeamiento como Cacheiras, pueblos tan desastre como Porriño o Carballo, provocan patologías de no fácil solución. Los perjuicios los sufre toda la gente que se ha visto obligada a vivir en calles estrechas, con edificios de enorme altura y que se han tenido que acostumbrar a una constante ausencia de luz en sus barrios. O los que habitan en urbanizaciones sin equipamientos ni infraestructuras, donde cosas tan evidentes como el alcantarillado no había sido prevista por los constructores o el municipio. O los que han de soportar constantes atascos y tiempos de traslado al trabajo enormes. O los padres cuyos hijos no tienen un campo o una plaza cercana para jugar, o instalaciones deportivas dónde expandirse. O las pandillas de chicos que se endurecen en barriadas de suburbio dejadas de la mano de Dios.

Por fortuna, el urbanismo y la vivienda han pasado al primer plano. Es posible leer encendidas discusiones sobre el PXOM de Vigo o repetidas noticias sobre derrumbes y deterioros del centro coruñés, cuando no sobre enajenaciones de suelo público para beneficio privado, como en el caso del mercado de Elviña. Eso es muy positivo, y es de esperar que contribuya a generar una renovada conciencia social sobre el espacio urbano.

En la Galicia de hoy, en la que se calcula que alrededor del 66% de la población vive en zonas definidas como urbanas esa conciencia podría evitar daños futuros. Desde luego, la discusión que en los últimos años ha tenido lugar sobre el así llamado "feísmo" no siempre ha estado bien enfocada. Muchos han visto el fenómeno como algo que incumbía al despoblado medio rural, en el que es posible ver casas sin recebar o pilotes al descubierto. Eso puede satisfacer el narcisismo del recién llegado a la vida urbana, pero una tal concepción oculta que los problemas reales de la fealdad y el disparate constructivo están, sobre todo, en nuestras ciudades.

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