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Columna
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Voluntarios para nada

Un familiar que se dedica desde 1968 a la docencia y que tiene unas ganas de jubilarse enormes me dijo hace más de diez años que acabaría viendo guardas armados en los colegios, como en las películas americanas. Esas ganas de dejar la profesión le vino de hace un par de décadas a esta parte; anteriormente se solía vanagloriar de los alumnos suyos que habían alcanzado un respetable puesto en sus respectivas profesiones. En esos casos rezumaba la nostalgia sentimental del maestro que tanto nos hizo llorar en Adios, mister Chips.

Ahora los jóvenes son especial e inútilmente rebeldes; desde las formas de vestir en clase, visera y teléfonos móviles conectados incluidos, al aspecto retador que exhiben ante el maestro para ganar prestigio ante el resto de sus compañeros. Ese familiar me contestaba que al mes podía oír mentar a su madre como puta más de diez veces, y si osaba expulsar a alguno de clase, al día siguiente venían sus padres -son rebeldes con padres protectores- a desautorizarle o amenazarle con una querella judicial.

No es de extrañar que las aulas de FP, donde al final de los estudios el puesto de trabajo está garantizado, se encuentren medio vacías. Y que el Gobierno vasco se esté planteando traer alumnos de fuera, porque una de las necesidades que ha señalado la patronal vasca es la de mano de obra cualificada, si no queremos que nos deslocalicen nuestras industrias por falta de obreros cualificados. Quién lo hubiera dicho hace cuarenta años. Es muy posible que a esos malos alumnos, cuando tengan treinta años y su aitatxos estén hartos del niño o la niña, algún curso propiciado por los ayuntamientos les acabe haciendo soldadores o torneros. Pero no es lo mismo, se pierden unos años preciosos y la calidad de esa tardía formación, por buena que fuere, no cunde como lo hace con un joven de 16 o 18 años. Pero es que nuestros jóvenes esperan encarase con la vida mediante un concurso televisivo como Gran Hermano u Operación Triunfo. Vamos apañados.

En este ambiente no es de extrañar que, sin la existencia de incentivo alguno, no haya profesores voluntarios para asumir el puesto de director de centro escolar. Tras el fracaso de ideales soluciones surgidas de la participación y gestión democrática del centro escolar, quizá la solución sea volver al director de escalafón. Es verdad que ello supondría algunas restricciones al consejo escolar pero, teniendo en cuenta la difícil situación de los profesores, debido a la actitud de los alumnos y la tolerancia de muchos padres al cuestionamiento de la autoridad del profesorado, no veo otra soluciones.

Y, si no, la prejubilación, o la búsqueda de trabajo en otras latitudes más tranquilas, donde todavía perviva un cierto prestigio del docente. Y es una pena, porque quizá no existan en España centros escolares mejor dotados que los de aquí, con más servicios y más horas de apertura, y con un meritorio profesorado que se ha euskaldunizado en pocos años, un esfuerzo que nada tiene que ver con el que han hecho sus colegas en Galicia o en Cataluña.

Así es que el profesorado no se siente obligado a presentarse voluntario a un puesto no especialmente retribuido ni liberado de la docencia, como es el de director. Y mientras, la crisis aumenta en el sistema educativo, sumándose a otros problemas de naturaleza política y social. Si ya nuestros mejores cuadros universitarios jóvenes están emigrando, especialmente a Madrid, a hacerse un futuro, produciendo una descapitalización humana cualitativamente muy importante, ahora la descapitalización de ese caudal humano se detecta en el mismo sistema educativo. No hay jóvenes especialistas para la industria y los centros escolares siguen en una crisis ante la que los políticos se ven paralizados. Quizás porque haya que corregir algunas cuestiones que en el pasado se erigieron como tótems.

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