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Columna
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Mil cuadros en un cuadro

En un cuadro mil cuadros: ésa fue la lección que Chuck Close quiso aprender de la pintura All over de Jackson Pollock -tan chorreante- y, antes, de la pintura de George Seurat -tan puntillista-. Magnífica y, sobre todo, fecunda lección, como lo prueba suficientemente en el Reina Sofía la veintena larga de grandes retratos pintados por este señor de Monroe, en el remotísimo Estado de Washington, en el noroeste de los Estados Unidos de América, que en los años sesenta del siglo pasado se fue al Manhattan, donde se habían juntado -según dice Robert Storr en su ensayo del catálogo- "la mayor cantidad de talentos jóvenes artistas" de los que se tenga noticia. Una exageración muy americana probablemente, por no decir muy bushista, que ofende -y no vamos a ofender a Storr, el director de la bienal de Venecia del año en curso-.

Pero haya sido lo que haya sido la tan celebrada concentración de talentos, el hecho es que fue muy importante en el contundente despliegue inicial de la carrera artística de Close, porque él fotografiaba y luego pintaba a unos jóvenes -sus amigos, colegas y vecinos- cuya fama de artistas fue creciendo a la par que crecía la suya. El dato resulta, sin embargo, anecdótico, si se le juzga desde el punto de vista del arte de Close, que -con o sin la plataforma inicial de despegue del Soho, con amigos ilustres o sin ellos- resulta de una calidad insólita.

Es el arte de un pintor de mil cuadros en un cuadro, capaz de transformar la experiencia instantánea de ver una instantánea fotográfica en un lento ejercicio de contemplación reflexivo, moroso, interminable. En una singular experiencia de redención de la "caída en el tiempo", que diría Cioran. O en la invitación a afrentarse con buen ánimo en los meandros de la dureé bergsoniana.

Los medios de que Close se ha valido para lograr estos efectos son, como ya dije, resultado de la forma como él leyó y supo interpretar y apropiarse de los métodos de composición del cuadro por atomización de su unidad clásica inventados por Pollock y por Seurat. Pero también por la forma como él ha sabido remitir la una a la otra, tan distintas entre sí, aprovechando el retrato fotográfico como encuadre y como recurso de prueba y control. Sobresaliente.

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