La boina mediática
Inauguraba plaza Valdemorillo. Como ahora la cubría una boina de chapa blanca, los que acudieron al coso no pudieron contemplar que las cigüeñas, que sobrevolaban el pueblo festejando a San Blas, lucían en sus alas blancas algunas plumas negras en señal de duelo por la muerte de Ángel Luis Mejías, el último representante de la mítica dinastía Bienvenida. Porque sabido es que por San Blas, la cigüeña verás. Y si no la ves, nieve en los pies. Y eso que ahora, entre el cambio climático y la dificultad de buscarse la vida por otros campos de Dios -cuando ya se tienen comederos fijos-, las cigüeñas se quedan todo el año. Se acabó la trashumancia y la emigración. Para las cigüeñas. Y la nieve, tres cuartos de lo mismo y por razones parecidas. Es el mundo moderno.
San Roman / Jesulín, Rivera, El Cordobés
Toros de Antonio San Román, flojos, nobles; 6º encastado. Jesulín de Ubrique: estocada caída (pitos); pinchazo -aviso- y trasera (oreja protestada). Manuel Díaz "El Cordobés": bajonazo (oreja); estocada (dos orejas). Francisco Rivera Ordóñez: estocada caída (oreja); desprendida (palmas). Valdemorillo, 4 de febrero. 1ª de feria. Lleno.
Y Valdemorillo, grato pueblo de la sierra madrileña, no había de sustraerse a ello. Así que para celebrar las fiestas en honor de su santo patrón y de la Candelaria, caló la boina alba a la plaza de toros hasta las orejas del enladrillado de pretensiones neomudejar, la dotó de calefacción, inauguró un pequeño museo taurino y, lo que es más importante, organizó, en consonancia con el siglo, una corrida mediática; es decir, de toreros populares y famosos. Hubo un lleno absoluto. Allí estaban todos los espectadores y aficionados que habían sobrevivido a las duras jornadas taurinas que, entre el frío y la nieve, se desarrollaban, año tras año, por estas fechas inclementes, "cuando el cierzo y el ábrego porfían". Sin embargo, y pese a las exclamaciones y aspavientos de admiración que la estructura -y no menos la calefacción- despertaban en aquellos cuerpos serranos, curtidos en mil febreros, reinaba en la afición una cierta añoranza de aire de campo, de olor libre de toros, de humo que escapa al cielo, de sonidos sin rebote -aha, aha, toro- frente al sabor a multiusos y a polideportivo. Es el eterno conflicto entre conservar lo más genuino de las tradiciones e incorporar lo menos banal de la modernidad. Y los toros aún no lo tienen resuelto. Ni siquiera cuando hay un cartel mediático.
Toreros de récords. De corridas toreadas, de simpatía y de glamour. Toreros vinculados al mundo rosa o del corazón. También toreros de corazón y entrega. ¿Hubo también toreo?
La banda se arrancó en solemne vuelta al ruedo atacando Paquito el chocolatero, tiraban las mozas caramelos desde el coche de caballos, se rifaba un jamón.
El Cordobés, en su primero, recogido y cortito de pitones -como todos-, fue jaleado en las verónicas de su habitual factura. Apenas señalado un puyazo pidió el cambio y la plaza, entregada, le aclamaba según andaba junto a tablas y no dejó de hacerlo cuando en el centro, tras volver la montera con el pie, instrumentaba series alegres de derechazos y naturales, con el compás abierto, desafiante, mientras la música estallaba y el sol hería la torre de la iglesia vislumbrada en el filo cristalino de la boina. Cuando se arrodillaba, bravucón y efectista, la plaza era un clamor. Cortó una oreja.
En su segundo, al que veroniqueó, chicuelinó, se rio, le dio un puñetazo cariñoso a Jesulín, pidió el cambio con media vara que le dejó rígidos los cuartos y comenzó un festival de desplantes, pases de rodillas, algún natural, chuflas y saltos de la rana que provocaron el delirio; le cortó las dos, lo que nos confirmó lo fútil de la existencia.
Jesulín estuvo desidioso en su primero, un toro blandito que ni iba ni dejaba de ir, al que ponía la muleta sin arte ni gracia, y a su segundo lo despachó de pinchazo y trasera, tras interminables series de derechazos despegados y vulgares. Se había caído la noche encima, pero la alegría de la afición serrana le otorgó una oreja. Rivera, que estuvo desconfiado en su primero, citando fuera al torito que seguía el engaño sin maldad ni fijeza, también recibió un trofeo en el que el entusiasmo femenino contagió a la concurrencia. Al que cerró la tarde, el único celoso y encastado, consiguió ligarle por el izquierdo un par de series. Pero a la anochecida, el alborozo ya no daba para más y escuchó palmas. El jamón le tocó al número 4.632.
Babelia
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