Riesgos para la democracia
El juego político democrático siempre ha tenido un punto de concesión a la demagogia, aprovechando que la realidad nunca ha sido, y menos en los tiempos que corren, una cuestión de interpretación unívoca. Tenemos múltiples ejemplos en los que los discursos y las actitudes sobre un mismo hecho difieren radicalmente en la explicación o descripción de la misma realidad. Tampoco la coherencia ha sido el único eje sobre el cual han pivotado los discursos y las acciones de nuestros dirigentes. Es evidente que en la acción política hay un exceso de tacticismo electoralista que te lleva a defender simultáneamente unas tesis y las contrarias de las mismas. Estas maneras de proceder son propias de cualquier democracia, sin que eso sea un argumento contra la democracia. En los sistemas totalitarios y autoritarios ocurre eso y mucho más, pero en ellos ningún amago de crítica se puede explicitar públicamente sin riesgo hacia tu propia integridad. Ésa es la diferencia entre la democracia y el totalitarismo.
"¿Puede una democracia sobrevivir a una acción de trazo grueso ejercitada permanente y obsesivamente por la oposición? A mi modo de ver, no"
Con esas premisas, y volviendo a los regímenes democráticos uno se podría preguntar si el recurso a la demagogia o la falta a la coherencia confieren gravedad a la situación política y deterioro de la vida democrática. La respuesta es que sí en la medida que hay un uso abusivo de las mismas. Es decir, sin excesos en su utilización, la demagogia puede ser un instrumento útil de atracción del público (ciudadanía pasiva) al espectáculo de la política (desarrollo institucional). Sin abusar de la misma qué duda cabe de que la demagogia puede servir para tensionar y movilizar a los simpatizantes y electores potenciales de una formación, siendo ésta una cuestión imprescindible para cualquier partido político que aspire a gobernar. El problema lo tenemos cuando la acción política gira principalmente sobre la demagogia.
En nuestra realidad política qué duda cabe de que el PP decidió trazar con línea gruesa su perfil de oposición al Gobierno de Zapatero a raíz de las condiciones que rodearon la salida de los populares del Gobierno en marzo de 2004. Hacer una oposición intensa, visible y con un perfil muy acentuado sobre algunas cuestiones prioritarias no sólo no es ningún problema para la democracia, sino que incluso puede ser beneficioso para mantener tensionado el sistema parlamentario de Gobierno, en el que una de las funciones de la oposición es ejercer el control a través del Parlamento y visibilizarse como alternativa al Gobierno actual. El problema lo tenemos cuando ese trazo grueso invade toda la acción política de la oposición. Una oposición sin lápiz afinado para poder expresar tonalidades diversas entre el blanco y el negro que caracterizan nuestra compleja realidad social, es una oposición killer, sin sentido de la responsabilidad, y en la que su acción es muy poco constructiva, llegando a ser claramente destructiva de determinados valores y estados de ánimo necesarios para la democracia. ¿Puede una democracia sobrevivir a una acción de trazo grueso ejercitada permanente y obsesivamente por la oposición? A mi modo de ver, no. Fundamentalmente porque esa acción con brocha gorda se lleva por delante una parte de los cimientos de la confianza interpersonal que toda sociedad requiere para que la democracia trabaje. La contraposición social constante (en menos de tres años las calles de Madrid han vivido siete movilizaciones masivas convocadas directa o indirectamente por el Partido Popular), el uso abusivo de concesiones a la demagogia (manifestar que en Cataluña se trata mejor a los delincuentes que a las víctimas), el obsesivo olvido de algunas actuaciones de su pasado como Gobierno (por ejemplo en el diálogo con ETA y las concesiones a sus demandas como el acercamiento de presos que realizó el Gobierno de Aznar ) o la incoherencia en algunos de sus actos más emblemáticos a consecuencia de una prevalencia absoluta del tacticismo (recurrir antre el Tribunal Constitucional determinados artículos del estatuto catalán que son apoyados y votados en otros Estatutos de Autonomía como el del País Valenciano o Andalucía), dejan secuelas en el sistema que pueden tardar en cicatrizar y que lógicamente van más allá de una circunstancia precisa.
En ese estilo de oposición no hay ignoracia, sino mala fe democrática. Cuando Ignacio Astarloa, hombre inteligente, nos viene a decir que "los catalanes no podemos pasear con nuestros hijos por las calles por temor a ser asaltados", sabe que está utilizando el recurso de la demagogia. Lo mismo que cuando el PP insertó anuncios en emisoras andaluzas en los que decía que el proyecto de Estatuto catalán impedía el desarrollo de Andalucía. O cuando Aznar dijo el pasado sábado en el curso de la manifestación del Foro de Ermua que con los terroristas no hay diálogo posible. En todos esos casos, y otros muchos más, saben que es simple y llanamente mentira. Ellos lo saben porque son hombres y mujeres inteligentes, que tiene los datos -los índices de asaltos en el caso de la delincuencia, los de la intervención policial o simplemente los datos de la Hacienda pública para Cataluña- o bien porque ellos mismos han sido los protagonistas de actuaciones contra las que ahora se manifiestan (el dialógo con ETA es la más visible).
El problema para la democracia no es que la oposición exprese su opinión, sino el impacto que esa opinión tiene en un público que no conoce ni se va a molestar en conocer la veracidad de esos datos ni en recordar, por ejemplo, si Aznar envió una delegación en su nombre a reunirse con ETA en una localidad muy cercana a Ginebra el verano de 1999. La oposición quizá no tenga la fuerza para alcanzar el Gobierno, pero la tiene para erosionar la credibilidad de las instituciones del sistema democrático. En democracia no vale todo y cuando una oposición se extralimita en los límites su actuación, sólo cabe pensar que algunos están dispuestos a llevarse por delante en sus ansias por alcanzar el poder los cimientos que hacen socialmente posible la democracia.
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