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Un modelo para clonar

Un total de 30 años de funcionamiento y más de cinco millones de visitantes el último de ellos. A lo largo de 2005 acogió 18 exposiciones distintas, al margen de la permanente de su propia colección, publicó 31 libros, organizó 609 proyecciones de cine, 45 conciertos o espectáculos de danza y 77 debates. En 2006, su presupuesto ha sido de 104 millones de euros, un 23% de los cuales los aporta el propio Beaubourg. En su día, con ese presupuesto, casi se podría haber pagado la construcción del edificio -costó el equivalente de 136 millones de euros- y con lo previsto entonces como coste de funcionamiento -19 millones anuales- apenas podría permanecer abierto un mes y medio. Hoy, los salarios se llevan casi el 51% del presupuesto y la actividad cultural y compra de obras apenas supera el 17,5%.

Pero el Beaubourg, que cada día es más conocido por su nombre oficial de Centro Pompidou y menos por el de la calle donde está situado, en perfecta correspondencia con la integración del arte contemporáneo en los círculos del poder, necesita declinarse, proyectarse hacia el exterior, clonarse, para sobrevivir. Tanto porque el arte -su comercio y su consumo- se ha internacionalizado como porque en ello les va la supervivencia a los museos y a las culturas. Además, los fondos artísticos del Beaubourg son de 59.084 obras, de las que sólo unas 1.500 son expuestas con regularidad. Se trata de una colección que sólo es comparable a la del MOMA neoyorquino y que permanece oculta. La operación Pompidou-Metz, es decir, la construcción de un edificio que ofrecerá 10.000 metros cuadrados a la presentación de obras modernas y contemporáneas, es un primer paso. El arquitecto elegido es el japonés Shigeru Ban y dispone de 60 millones de euros para la obra, que deberá estar terminada el año que viene.

Si Metz es una ciudad francesa del noreste, vecina a Luxemburgo, Bélgica y Alemania, el Pompidou mira más allá de las fronteras europeas. El actual presidente de la institución, Bruno Racine, ha explicado que "Asia ocupa un lugar importante en los proyectos del centro porque allí se afirman nuevas potencias económicas y el mercado del arte se desarrolla rápidamente". Para él es obvio que "el Pompidou tiene que estar presente en ese mundo que emerge" y por eso se ha asociado al arquitecto Daniel Libeskind para participar en el concurso para la creación de un nuevo museo en Singapur, o se ha unido a la fundación Guggenheim para hacer lo propio en Hong Kong mientras discute con las autoridades chinas las características de un futuro Pompidou-Shanghai.

La angustia que genera la proliferación de guggenheims o pompidous es la misma que acompaña al hecho de encontrar los mismos artistas y obras semejantes en Berlín, Madrid, Tokio, Nueva York o Sidney. Si el fútbol profesional ha vivido un proceso semejante de "desnacionalización", su ventaja es que el valor de sus estrellas parece algo menos dependiente de la arbitrariedad del gusto de unos pocos coleccionistas, comisarios y conservadores de museo aunque Fabio Capello se empeñe en desmentirlo. Pero el proceso es imparable, al menos mientras no cambien las condiciones generales y los responsables del Pompidou -o los del Louvre, aunque en medio de una tempestad de críticas- no se equivocan cuando, paradójicamente, ven el futuro de la singularidad de su centro en la multiplicación del modelo. En su día, en 1900, ante una gran exposición -Salon le llamaban entonces- reuniendo 3.000 artistas de distintos países, un crítico ya escribía que "la pintura aparece reducida a un papel comercial, insignificante, que no ocupa su lugar en las relaciones de creaciones artísticas sino en los catálogos de linóleos o perfumes".

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