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Un día en un 'tres estrellas Michelin'

Pasamos una jornada en el restaurante de Martín Berasategui, uno de los seis que lucen en España la máxima distinción culinaria. Así se organiza un templo de la alta gastronomía

Sólo unos cuarenta restaurantes tienen tres estrellas Michelin en el mundo. El de Martín Berasategui, en Lasarte (Guipúzcoa), es uno de los seis que ostentan ese prestigio en España. Debe de ser cosa del destino, piensa uno al tomar un desvío de la autopista que lleva a Lasarte. El pueblo se desarrolló, a las afueras de San Sebastián, alrededor de la fábrica de Michelin. Y hoy, muchos años después, la señal que indica hacia la factoría de neumáticos también señala el camino al restaurante Berasategui. Martín inauguró esta cocina en 1993 tras haber trabajado en Bodegón Alejandro, que administraron su madre y su tía antes que él. El restaurante en el que hoy nos recibe no es más que el buque insignia de una marca, la misma que regenta fogones como los del Guggenheim de Bilbao o el Kursaal de San Sebastián, que publica libros (ocho hasta la fecha) y que asesora a marcas gastronómicas y hoteles. Entre éstos figura uno de nueva planta, el hotel Abama (Guía de Isora, sur de Tenerife); Berasategui supervisa y coordina las cocinas de los ocho restaurantes del centro hotelero (que además tiene el japonés Kabuki) y gerencia El Patio, su restaurante gastronómico.

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El cocinero vive en Lasarte, encima del restaurante. En un caserío que se asoma a verdes praderas y suaves colinas. Su suegro, que pasea entre la cocina, el jardín y la terraza, con chapela y bastón en mano, enfatiza el ambiente casero. Un cartel luce a un lado de la puerta una máxima en euskera: "Quien trabaja come pan".

9.30 el género. El día comienza con un desfile de robustas lubinas, enormes setas y gigantescas chuletas. Llegan de mano de los proveedores de siempre: Arróspide trae hongos, níscalos o trompetas de la muerte; Imanol, pescado del Cantábrico, claro; Luismi, carnes de Galicia, y Jaime, verduras de Getaria. Los cocineros recogen las cajas rebosantes, las seleccionan y atesoran. Del almacén a la cocina, de la calle a la zona de limpieza de ingredientes, de las cajas a las grandes neveras. Es curioso pensar que de esta materia prima, tan excesiva, resultarán después platos casi esquemáticos.

No hace falta decir que asistimos a uno de los momentos clave del día. Éste es un restaurante en el que los ingredientes de temporada son fundamentales. Donde se cambia al menos un plato de su menú semanalmente. El personal que va llegando se lanza a escudriñar los alimentos mientras se colocan bien la chaquetilla, el delantal y el gorro de cocinero. Preparan el instrumental para iniciar la mise en place, puesta a punto en la jerga gastronómica. En cuestión de segundos, la cocina pasa del silencio y la asepsia de una sala de operaciones al bullicio de una fiesta de carros cargados con viandas. Hoy han llegado dátiles frescos del Huerto del Cura, en Elche, "únicos en el mundo", explica Berasategui. "Ahora los clasificamos, y veremos con qué funciona mejor cada uno. Prueba éstos; con una semana de maduración han adoptado un fabuloso sabor a café. ¡Los alimentos están vivos!", comenta emocionado.

10.00 la organización. El segundo en la cocina es Joseba Lezama, hombre de confianza y encargado en ausencia de Berasategui. El organigrama se distribuye en cuatro partidas o departamentos: pescados, carnes, aperitivos, y postres y petit fours, los delicados bocados dulces que llegan con el café. "Todo es de todos, pero cada uno en su sitio", es el lema de Martín. Cada partida cuenta con un equipo de aprendices que van desde jefes de cocina que vienen por unos pocos días hasta estudiantes de escuelas de hostelería de todo el mundo. Entre los veteranos y los alumnos, la relación es cariñosa, pero con disciplina. En total suman una decena de nacionalidades entre los 30 trabajadores de uno de los restaurantes más codiciados del mundo. "Para seleccionar mi equipo me baso en dos cosas: que tengan pasión por su trabajo y que sean buena gente", explica Martín. "También hago intercambios con amigos cocineros que me mandan a su gente para que aprendan algo que les interesa de mí y yo de ellos". No hay que olvidar que de esta cocina han salido genios de la gastronomía como Andoni Luis Aduriz, del restaurante Mugaritz (Rentería, Guipúzcoa).

El secreto de tanto interés académico está también en el llamado banco de pruebas. Allí, Rodrigo y Baltasar investigan texturas, formatos, ingredientes, aplicaciones, técnicas. Se canalizan las ideas que surgen de las reuniones en la cocina. Hoy trabajan en una ensalada de paloma asada que pronto se incorporará a la carta. "Si una paloma tiene el cuello blanco es que ha viajado mucho y tiene excesivo músculo. La carne puede resultar dura. Es mejor la que haya volado poco", aclara Martín. Rodrigo es, además, especialista en botánica, y se encarga de las plantas aromáticas, frutas y flores que rodean la finca del restaurante y se usarán en las recetas.

11.30 el centro de todo. A la cocina se llega por una puerta de doble hoja. Se entra por la derecha y se sale por la izquierda. Siempre. Unas escaleras y un montacargas llevan a los pisos inferiores, que se usan de almacén de vajillas, ingredientes y vinos. El corazón del restaurante se organiza como un enorme y espacioso cuadrado dividido en cuatro zonas (una por partida) y otra para el banco de pruebas. En el centro está la mesa en la que comen Martín y los jefes de cocina; al fondo, la zona donde entran los pedidos y se deshuesan aves y carnes, se limpian pescados, se despepitan frutas o se pelan patatas. Todo es amplio, perfectamente distribuido, limpio y pensado hasta el punto de que junto al teléfono se han colgado instrucciones precisas para llegar al restaurante desde San Sebastián, Pamplona o Francia.

Se acerca la hora de la verdad, y mientras unos montan manzanas con foie que se carameliza y se quema con un soplete de fontanero, las habitas se cuecen y se ponen en agua con hielo para que no queden ni duras, ni blandas. Todo, con delicadeza.

En cada partida, los hornos calientan; los abatidores de temperatura pasan los productos del calor al frío y bullen los caldos caseros de verduras, carne y pescado que se preparan a diario para ser usados como base para salsas o mojar ingredientes. Hacen aires (espumas o burbujas con sabores), esferificaciones (esas pequeñas bolitas de líquido que estallan en la boca). Esas creaciones adornan, modernizan y hacen más lúdica la escogida materia prima. También cocinan al vacío, técnica muy en boga en alta gastronomía. Con ella, asegura Berasategui, "se consigue que cada cosa se haga en su propio jugo, que no se diluya en agua su sabor ni el de lo que haya comido el animal".

Tras el trasiego de guisos, asados en parrilla con sarmientos y cocciones llega la comida. A las 12.30, uno de los equipos (van rotando) guisa para los demás. En la mesa de Berasategui se habla de nuevos platos, restaurantes…, pero también de fútbol o televisión. Hoy los jefes comen dorada, gazpacho y queso. Otros se inclinan por los perritos calientes y un arroz.

12.00 buen servicio. Oneka Arregui, mujer de Martín, es la jefa de sala. Que la comodidad del comensal es lo primero lo comprobaremos después; llega a haber hasta seis camareros para una mesa de cuatro. Siempre preside una delicada orquídea blanca. Por la mañana se coloca en ellas solamente el mantel (que se repasa con la plancha con mimo sobre el tablero), un vaso para el agua, una servilleta doblada y un plato de pan por cliente. Los manteles son de lino, y los platos se confeccionan en Cerámicas Bidasoa a medida de las nuevas creaciones gastronómicas.

El salón es amplio, y los grandes ventanales vuelcan a los comensales en el verde intenso que lo domina todo fuera. "Tenemos reservas hasta septiembre de 2007, aunque solemos estar completos durante un mes; es decir, conviene llamar con unas cuatro semanas de antelación", nos explican. "Con la primera estrella nos dimos a conocer, con la segunda ganamos respeto y con la tercera llegó el boom. Ahora hasta vienen de Australia y nos dicen: 'Hemos venido hasta aquí sólo para comer con ustedes", añade Oneka. "A mí", interviene Martín, "los clientes que me hacen especial ilusión son esa pareja de jóvenes que ahorran para poder venir".

13.00 La hora de la verdad. Son las 12.55 y la sala está lista. Los camareros perfectamente uniformados esperan en silencio. Con los primeros clientes, comienza un ceremonial respetuoso, lleno de protocolo, atenciones y mucha discreción. Trece platos conforman el menú degustación (135 euros, sin vinos), que elige el 95% de los comensales. Recoge lo mejor de la cocina de Martín, desde platos míticos como el milhojas caramelizado de anguila ahumada, foie gras, cebolleta y manzana verde, hasta sus últimas creaciones como el pulpo en texturas reposado sobre un fondo de jugo de centolla, bombón de caldo de pulpo, espumoso de hinojo y hierba de hielo. Cada plato va encabezado por su año de creación.

En la sala no hay música ni un solo ruido. Oneka toma nota, y una vez en la trastienda canta la comanda y deja tres copias de ésta. El jefe correspondiente vuelve a declamar la petición y su correspondiente equipo grita "¡oído!", y se ponen manos a la obra. Es el momento de rematar lo cocinado, coger los distintos componentes y emplatar. Entran en el taller gastronómico platos de formas diversas (cuadrados, rectangulares, hondos, planos, con hendiduras…), y en ellos se colocan los ingredientes con precisión, como en un cuadro cubista. Mientras, en la sala se ofrecen varias aguas. La italiana Panna, Fontvella, la noruega Voss... A continuación, el pan, que se elabora en un obrador y se hornea en el restaurante. Cuando todo está listo para empezar se colocan los cubiertos precisos y el sumiller ofrece sus vinos. En la carta cuentan con una base de 400 referencias y siempre cambiante. "No hay nada anterior a 1993, cuando abrimos, salvo un Salo, un Claude de Mennil y un Vega Sicilia", explica Steve Labbé, el sumiller. Los precios varían entre un Txakoli Berri de 2005 de 20 euros y un Remaneé Conti de 3.579 euros, y la carta se divide por climas: continental, atlántico y meridional.

De la cocina salen los aperitivos con la secuencia propia de un vals vienés; los camareros vienen y van acompasados, no se chocan, miden los tiempos y acuden a la cocina con la anticipación necesaria para que, cuando acabe un plato, se traiga el siguiente. La copa de vino siempre se rellena escrupulosamente y el vaso de agua se cambia para que siempre esté fría. Cuando un plato está listo para ser presentado en sociedad, se da una sutil palmada y un camarero entra a coger el pedido. La secuencia se repite una y otra vez. Se canta, se monta y sale. Se emplata, se observa y se limpian los bordes.

Nadie parece tener prisa, y una comida puede durar hasta cuatro horas. Los empleados no se inmutan. Ni una mala cara, ni una queja. Antes de que cada comensal se vaya, Martín saluda personalmente a cada uno, les pregunta si ha estado todo bien, sonríe, se interesa por la procedencias de los clientes, el tiempo, saca cualquier tema de conversación y les despide.

17.00 Despedida y cierre. Poco a poco, cada partida empieza a recoger. Se ordena todo y se limpia a conciencia. Todo queda listo y despejado para el servicio de noche. A las 17.30 se marcha todo el mundo y se cierra el restaurante durante las dos horas que faltan para el servicio de la noche. Entonces, la secuencia se repite: se prepara la sala y la cocina; llega el cliente, la tranquilidad y el protocolo en la sala, y las prisas en la cocina. Cuando se va el último comensal, hacia la 1.00, el equipo de sala junto con las recepcionistas repasan la lista de reservas del servicio del día siguiente.

Entonces, el silencio toma el caserío Loida hasta las 6.30. Es la hora en la que Martín se levanta. De 7.00 a 9.00 da un paseo por los montes cercanos. A las 8.30, John levanta las alfombras y limpia con la mopa el suelo de la sala. Una hora después llegan los proveedores. Y en ese momento, el equipo de cocina y la vida vuelven a tomar el restaurante.

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