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Columna
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El estado del pato cojo

Lluís Bassets

"The state of the Union is strong". Bush dijo ayer de madrugada lo que todos los años debe decir el presidente por las mismas fechas, en un rito como el de felicitar las Pascuas: que la Unión está fuerte. Pero el estado del pato cojo, es decir, el propio presidente, es desastroso. Si alguien cumple todos los requisitos que se le exigen a un pato cojo, éste es George W. Bush. Un pato cojo es un gobernante con las manos atadas, sin márgenes de maniobra. Y en el caso norteamericano se considera que todo presidente reelegido se convierte en un palmípedo lisiado en cuanto pierde su mayoría en el Congreso en las elecciones de mitad de mandato. No puede presentarse de nuevo, por cuanto está prohibido el tercer mandato. No le queda tiempo para inventarse una iniciativa política que le haga salir del pozo. Y debe cuidar que su situación no perjudique a su propio partido de cara a las siguientes elecciones presidenciales y legislativas.

Bush, recién y mal elegido, convirtió su primer estado de la Unión, el de 2001, en la presentación de los presupuestos. Se le consideraba un presidente por accidente y su popularidad del 55% era de las más bajas de la historia para un nuevo inquilino de la Casa Blanca. Los atentados de Nueva York y Washington del 11 de septiembre de aquel año cambiaron todo: pronunció su segundo discurso, en 2002, en auténtico estado de gracia, con una popularidad del 80%. Señaló al Eje del Mal, formado por Irak, Corea e Irán, bajo la mirada del recién instalado presidente del Afganistán liberado, Hamid Karzai, que se hallaba entre los invitados de aquel año. Y recibió el apoyo bélico de los demócratas, que sólo supieron ver inconvenientes en la política interior, totalmente ausente de su discurso. Desde entonces, la popularidad de Bush ha ido cediendo mientras iban creciendo las bajas del ejército norteamericano en Irak. Hasta ayer mismo, día en el que el presidente pronunció su discurso ritual en la peor situación posible. Con una popularidad que le da los índices más bajos registrados desde el discurso equivalente de Nixon, siete meses antes de su dimisión, y con una imagen de Estados Unidos en el mundo que se halla por los suelos.

Todo discurso del estado de la Unión aporta alguna novedad y abundante anecdotario a la vida norteamericana. En el de ayer, la mayor buena nueva es que tuvo que pronunciar unas palabras de cortesía jamás oídas bajo la cúpula del Capitolio, como resultado de la elección de Nancy Pelosi como presidenta o speaker de la Cámara de Representantes. Pero hubo otras. Quizás la más sonada es la aparición de un nuevo Bush, que parece desentenderse de su viejo doble, aquel presidente que se negó a firmar el protocolo de Kyoto, quería sacar petróleo de Alaska, desproteger parques nacionales y consideraba una fantasía el calentamiento global del planeta. Si pudo abandonar su golfa juventud y convertirse en un cristiano renacido que habla directamente con Dios, ¿por qué no iba ahora a convertirse en un ecologista?

Otro cambio es su conversión al consenso -el maldito consenso tan denigrado por sus amigos, los neocons-, más conocido en Estados Unidos, el país de los dos grandes partidos, como bipartidismo. Jamás se le había ocurrido hasta ayer apelar al bipartidismo. Pero, mira por dónde, después del resultado electoral del pasado noviembre, que llevó a que su partido, el Republicano, perdiera la mayoría en las dos cámaras, ahora estamos a favor del bipartidismo para intentar aplicar algo del programa de política interior. Lástima que en el mismo Senado se esté trenzando un bipartidismo de otro tipo para aprobar una resolución en contra de la guerra de Irak. Bush se apunta al bipartidismo en el mismo momento en que muchos republicanos le abandonan, para evitar que les arrastre un pato más que cojo: manco, tuerto y jorobado. Es tan lamentable su estado que lo único que puede hacer es intentar salvar los muebles: que los libros de historia puedan decir algo bueno de su presidencia, una tarea titánica para los 23 meses que le quedan.

Y una cita final en homenaje al maestro desaparecido: "Crimen y castigo, el mal infligido y la venganza, son inseparables; siempre, más tarde o más pronto, pero siempre acaban formando pareja. Lo mismo en las relaciones entre individuos que entre los pueblos. A aquel que empieza una guerra -es decir, a juicio de Heródoto, comete un crimen-, al primero en atacar, finalmente, enseguida o al cabo de un tiempo, lo alcanzará la venganza, el castigo". Ryszard Kapuscinski. Viajes con Heródoto (Anagrama).

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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