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Tiempo y silencio: extraña pareja

Decía Salvador Millet y Bel, gran defensor del liberalismo, que el capitalismo había logrado convertir en artículos de necesidad muchos objetos que al principio eran lujos: radio, televisor, lavadora, coche, etcétera. Es discutible que esta complicación de la vida cotidiana haya constituido un verdadero progreso, pero en todo caso habría que añadir que se ha dado también un proceso inverso: algunos elementos naturales que desde siempre habían estado a la libre disposición de la humanidad se han convertido modernamente en costosos lujos: el agua limpia, el aire sin polución, el tiempo y el silencio. Los dos últimos son los protagonistas de la película El gran silencio. En todo filme que se precie tiene que haber una pareja protagonista, y en éste son el tiempo y el silencio.

El ruido es uno de los grandes enemigos de la calidad de vida en nuestras ciudades. Los modernos métodos de construcción hacen que los inquilinos de las casas de pisos compartan todos los ruidos domésticos. El tráfico resulta ensordecedor. Las discotecas y otros locales no dejan dormir a los vecinos. En el tren o en el metro me llega el zumbido rítmico de algún joven que lleva puestos unos auriculares: ¡cómo sonará a sus oídos! El silencio resulta caro, porque hay que lograrlo con sofisticados métodos de insonorización de los edificios o con desplazamientos a espacios naturales protegidos, cada vez más alejados. El estrépito invade hasta las iglesias. Decía Carles Riba: "Silenci, àngel potent, / missatger entre Déu i el nostre pensament" (Estances, II,1) y el Vaticano II tuvo que redescubrir y recomendar el sacrum silentium.

En cuanto al tiempo, Guillermo Rovirosa, el fundador de la HOAC, tenía una idea muy original. Decía que la Iglesia, que durante más de mil años, fiel a la Biblia, había condenado como pecado de usura todo cobro de intereses, claudicó ante el capitalismo naciente y los moralistas empezaron a decir que sólo era usura un interés excesivo. Pero Rovirosa sostenía que los intereses, aun módicos, siempre son pecado, porque lo que se cobra no es el dinero, que se devuelve íntegro, sino el tiempo, y el tiempo es de Dios, y en justo castigo Dios ha hecho que en la sociedad capitalista cada vez tengamos menos tiempo. Parecería que con el progreso técnico hemos de tener más tiempo libre, pero es al revés. Esto ocurre también en la Iglesia, y hasta en los monasterios, que teóricamente prevén generosos tiempos de silencio y contemplación. El abad Brasó admiraba los monasterios benedictinos africanos, masculinos y femeninos, porque le daban idea de lo que debían de ser los de la época de san Benito: comunidades de vida simple y economía autosuficiente pero con gran lujo de tiempo, con una liturgia no pomposa pero sí sosegada y bastantes horas para la lectio divina y la oración personal. Ahora la "paz del claustro" casi que sólo se encuentra en los prospectos de propaganda vocacional.

Hilari Raguer es historiador y monje de Montserrat.

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