Madeleine, homenaje a la vida
Leo en el blog de la diputada socialista y ex consejera Carme Figueres, un inteligente alegato a favor de regular la muerte digna. Entre líneas, una información relevante: Carme ha hecho testamento vital, lo cual la sitúa en la categoría de las personas que mantienen alta la coherencia personal. Su artículo y los otros que estos días han completado un amplio debate sobre la eutanasia, incluyendo un decidido editorial de este periódico, derivan del último caso conocido y vuelven a la carga de un profundo tema que sigue sin resolverse. La regulación del derecho a morir dignamente, a pesar de haber sido carne de película oscarizada, motivo de debate recurrente y expresión trágica de algunos casos muy llamativos, continúa siendo un incómodo pedrusco en el zapato de la política. Se trata de hablar y legislar sobre la muerte, y ello, sumado a la zafia campaña religiosa que siempre acompaña a este debate, no sitúan la eutanasia en el ranking de la popularidad parlamentaria. ¿Quién se atreve a ponerle el cascabel al gato, sabiendo como sabemos que el nivel de brutalidad verbal que, en nombre de Dios, van a gastar los trentinos de siempre tiene precio político? Incómodo, pues, antipático, y eternamente inoportuno, el debate político sobre el derecho a morir dignamente, ni encuentra su lugar, ni encuentra su tiempo. Y así vamos atrasando una cuestión que afecta a la dignidad y a la vida de muchas personas, en su momento más vulnerable y trágico. Desde la perspectiva ética, es una vergüenza; desde la perspectiva democrática, es una severa injusticia; y desde la política entendida como el compromiso público, es una derrota.
El debate de la eutanasia no es debate menor. La medicina actual ha alargado la vida y ha dado al ser humano potenciales inimaginables, pero también ha alargado los tiempos agónicos de las vidas ya rotas.
Hablemos de Madeleine, la última persona que ha convertido su muerte en un testimonio de vida, en su último acto de libertad. Las crónicas magníficas de Ana Alfageme nos han aproximado a una vida plena, con ribetes bohemios, devorada con pasión hasta el final. Sin ninguna duda, Madeleine fue una mujer de extrema sensibilidad, y sus propias palabras, explicando los motivos de su decisión, nos dibujan una personalidad intensa que llegó, incluso, a inspirar al propio Jacques Brel: "Madeleine c'est mon Noel / C'est mon Amérique à moi"... Una mujer de su intensidad vital necesariamente tenía que plantearse, con serena precisión, si quería o no asumir el final de vida que ya tenía escrito. Su enfermedad la condenaba a una lenta pero implacable inmovilidad, y el único horizonte era morir de ahogo, cuando ni los músculos del pecho le permitieran respirar. Sin ninguna autonomía, sin la dignidad que la intimidad requiere -"no quiero que tengan que lavarme el culo"-, sin poder abrazar a su gata, ni vestirse o asearse, sin tan siquiera poder descolgar el teléfono para hablar con su hijo, esta mujer que vivió libre decidió que quería bajar del tren una parada antes. La cuestión de fondo no está en si otros llegan hasta el final, o si consiguen encontrar algo de dignidad vital en medio del dolor, la dependencia total o la más absoluta destrucción física. La cuestión es que Madeleine no quería. Y esa decisión, que tiene que ver con lo más profundo del sentido de la existencia, le correspondía sólo a ella. Incluso, a pesar de las leyes cristiano-moralistas que aún amparan la "obligatoriedad" de vivir más allá de la vida. Leyes cuya perversa filosofía nace de una arbitrariedad de fe: la creencia de que nuestra vida no nos pertenece.
He hablado de último acto de vida. Roseta Forné, en un intenso debate en Channel nº 4, en Cuatro, discutía mi posición asegurando que estamos ante un suicidio más o menos asistido y que, como tal, tiene que ser penado. Estoy radicalmente en desacuerdo. El suicidio tiene unas connotaciones psiquiátricas muy precisas y pertenece a un ámbito de debate totalmente distinto. La decisión de morir dignamente es, en cambio, una cuestión vinculada al derecho y tiene que ver con la dignidad, con la necesidad de acabar bien el camino trazado cuando éste ha dejado de ser transitable. No regular legalmente este derecho es esconder la cabeza bajo el asfalto de una realidad que, a pesar de su dureza, es tozuda e imparable. Y, además, significa condenar a las personas que viven tortuosamente sus últimos tiempos a buscar formas clandestinas de acabar con su sufrimiento. La propia Madeleine aceleró su decisión porque temía que, meses más tarde, sus músculos ya no tuvieran la autonomía suficiente y necesitara la ayuda activa de alguien. Alguien cuya responsabilidad penal quiso evitar.
No estamos ante un debate menor, aunque se trate de una cuestión aparentemente impopular. La medicina actual ha alargado la vida y ha dado al ser humano potenciales inimaginables, pero también ha alargado los tiempos agónicos de las vidas ya rotas. La muerte es algo necesariamente inaceptable -la vida tiende a la vida-, pero cuando, para llegar hasta ella, hay que recorrer un camino de extremo sufrimiento, entonces se convierte en la metáfora perfecta de la crueldad. Decía Madeleine que quería acabar su no vivir. Lo dijo alguien que sabía lo que era vivir y que había sorbido las fuentes de la existencia con sensibilidad, intensidad y emoción. ¿Quién es nadie, y menos un Estado, para decirle cuándo tenía que bajar del tren? ¿Quién es nadie para obligarla a vivir, cuando su vida estaba perdiendo toda dignidad? ¿Quién es nadie para impedirle su último acto de libertad?
"Ce soir j'attendais Madeleine / Mais j'ai jeté mes lilas / Je les ai jetés comme toutes les semaines / Madeleine ne viendra pas". Bella canción, bellas notas, bella mujer...
www.pilarrahola.com
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