El valor de tres compras
No pueden pasar desapercibidos esos 26 millones de euros que va a invertir el Museo Guggenheim para la compra de tres obras destinadas a enriquecer los fondos de su colección. Como dinero y arte suelen llevar aparejadas no pocas suspicacias, obviaremos lo primero para centrarnos en lo segundo.
La solvencia artística de los tres elegidos es harto desigual. Cy Twombly, estadounidense, nacido en 1929, fue discípulo de Rauschenberg y Kline. Su arte está basado en una intrincada grafía, donde graffitis, inscripciones, números y signos se entrecruzan sobre superficies monocromas, configurando ondulaciones garabateadas de símbolos procedentes de la cultura pop, los cuales flotan en los espacios libres de sus lienzos. Desde 1957, vive en Roma. La aparición de Twombly en la escena artística de EEUU fue arrolladora; sin embargo, con el paso de los años, su obra no ha resultado todo lo fulgurante que prometía. Aún reconociendo su indudable valía, está sobredimensionada su figura, en gran parte por el aura de misterio que gira en torno a su persona y a su aislamiento voluntario de cara a cuanto tenga que ver con la parafernalia del arte.
Otro de los artistas, Jeff Koons, así mismo estadounidense, vive provocadoramente inmerso en esa parafernalia del arte o, para mejor decir, vive gracias a ella. Este antiguo vendedor de acciones de Bolsa se empeñó en llegar a la cima de las artes plásticas por la vía de la banalidad. Se dedicó a manotazo limpio al kitsch y a su vulgaridad. Se mueve sin parar, aunque en ninguna dirección concreta. La crítica especializada de su país ha dejado sentenciado un axioma: "Nunca he hecho una obra de arte" (James Gardner, de National Review). Sé que a muchos les costará admitir comentario alguno contra alguien como Koons, que ha creado el Puppy, dada la admiración popular con la que cuenta la escultura de flores vigilantes.
Sobre el puente
El tercero de los artistas es el francés Daniel Buren. Su labor consiste en reducir la pintura a unas estructuras básicas. Emplea tiras verticales alternativamente de color y blancas. Su concepto artístico es a la vez antiilusionista y antimuseístico, dado que los principios de la composición tradicional desaparecen a través de rayas continuamente idénticas, relativizando de esa manera cualquier problema formal.
Su intervención artística para alterar la estructura del puente de La Salve nos parece algo sobre lo que se podía prescindir. El edificio de Frank Gehry no necesita de apoyos como la pretendida intervención bambalínica -compuesta por adornos verticales en forma en hilachas estéticas de corte escaparatista-, ni siquiera como el del popular Puppy. La potente originalidad de la arquitectura de Gehry se autoabastece por sí sola. Ahí está ese logro excepcional e incontestable. Esto hay que recordarlo una y otra vez, no sea que por seguir añadiendo intervenciones y apoyos, a alguien se le ocurra, el día menos pensado, iluminar el Guggenheim. Las ideas no pagan aranceles, pero comportan incontables problemas, sobre todo si son formuladas desde el desconocimiento activo.
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