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La lucha contra ETA
Columna
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Recuento

José María Ridao

Dos semanas después del atentado de Barajas, queda poco por decir sobre el regreso de los crímenes terroristas y sus consecuencias sobre la situación política en España. No sólo se han utilizado todos los argumentos imaginables y hasta inimaginables, sino también la más completa gama de adjetivos y de insultos, sea aplicándolos a las decisiones de la oposición o del Gobierno. Cuando el estruendo alcanza unas proporciones como la de estos días, hasta el punto de que cualquier fecha parece destinada a convertirse en víspera de algo, se suelen perder de vista las evidencias más elementales, que son las que conviene atender porque son, a fin de cuentas, las que marcarán el curso de lo que pase.

Así, ¿alguien se ha parado a pensar que nada de lo que se vive en el plano político, nada en esta exhibición de gestos airados y descomunales, nada en esta competición de incendiarios con la boca en llamas permanentemente conectada a los micrófonos, es inevitable? ¿Alguien se ha molestado en constatar que el aterrador panorama que tantos se complacen en describir no es el que se desarrolla ante sus ojos, sino el que se ha instalado en su desaforada imaginación, cebada por ese obtuso mecanismo que consiste en pronosticar catástrofes para, acto seguido, ofrecer la salvación? Unos asesinos han volado el aparcamiento de un aeropuerto, que dentro de poco volverá a estar como antes, y han quitado la vida a dos trabajadores ecuatorianos, un crimen que ya nada ni nadie podrá reparar, pero del que no pasará mucho tiempo antes de que sus autores tengan que enfrentarse a la justicia.

Éste es el recuento estricto de lo que ha pasado, y todo lo que suceda más allá de estos hechos trágicos, y de la respuesta que dará el Estado de derecho, depende de lo que se sepa o se quiera hacer. Como hechos, como evidencias, se agotan en sí mismos. Como indecente carnaza política, pueden provocar que en un tiempo breve se eche por la borda una voluntad de convivencia que ha resistido embates tanto o más duros que éstos.

La unidad de los demócratas que se reclama desde tantos frentes no es el nuevo plan contra el terrorismo, y ésta es otra de las evidencias que ha quedado sepultada por el enardecido coro de voces que ha seguido al atentado. La unidad de los demócratas es y ha sido siempre la condición imprescindible para evitar cualquier avance de los terroristas, incluso en aquellos casos en los que los Gobiernos salidos de las urnas han cometido errores. Precisamente lo que ha permitido ensayar estrategias distintas era la certeza de que, en cualquier caso, se acertara o no, la extorsión y el crimen nunca encontrarían una fisura por la que dotarse de aquello que más desean sus autores, que es darles un sentido político.

Algunas estrategias fueron acertadas, y la prueba es que el sistema democrático sobrevivió a su prueba más difícil, que fue conjurar la provocación de los terroristas a una parte del Ejército que, en aquel entonces, se creía legitimado para intervenir en los asuntos de Gobierno. Otras estrategias representaron, en cambio, un grave retroceso. Pero incluso en estos casos, el retroceso se acentuó cuando, al error inmoral de la guerra sucia, se sumó la ruptura de la unidad de los demócratas, años después de que la guerra sucia hubiese terminado.

Pocas veces se ha advertido que la estrategia de asesinar a cargos electos adoptada por los terroristas obedecía, paradójicamente, a un triunfo indiscutible del sistema democrático. Puesto que llegó un momento en que su voluntad de acabar con las instituciones no podía contar ya con utilizar a su favor ninguna pulsión golpista, entonces intentaron provocar la división entre partidos, asesinando a sus líderes. En el año 1981, los terroristas estuvieron a punto de salirse con la suya. Su sensación, hoy, debe de ser que su estrategia no lleva mal camino.

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