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Columna
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Alemania, músculo y disparidades sociales

Joaquín Estefanía

Los ciudadanos alemanes terminaron 2006 y comenzaron 2007 adelantando unas decisiones y retrasando otras. Anticiparon compras previstas para más adelante, para evitar su encarecimiento con motivo de la subida del IVA, del 16% al 19% a partir del 1 de enero. Y las embarazadas dilataron en lo que pudieron, con técnicas de máximo reposo, la salida al mundo de sus hijos pues en el caso de que éstos naciesen en el actual año en curso se beneficiarían de las generosas ayudas del Gobierno alemán: los padres que reduzcan la jornada laboral para cuidar de los recién nacidos recibirán una ayuda equivalente al 67% del último salario mensual neto, hasta 1.800 euros, durante 12 meses; si el otro progenitor toma otros dos meses, el beneficio se amplía a 14 meses.

La subida del IVA tiene como objetivo domeñar el déficit fiscal del Estado, que durante cuatro años seguidos había superado el 3% del PIB máximo que autoriza el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), que obliga a los países de la zona euro. Las ayudas familiares a la concepción intentan paliar la reducción de la población y el récord a la baja de la natalidad. Pero cuando ha entrado el vigor el incremento del IVA, las finanzas alemanas habían vuelto ya a la senda del PEC. Los datos del cierre del ejercicio 2006 indican que Alemania ha vuelto a recuperar el músculo económico después de un anémico comienzo del siglo XXI. El crecimiento del PIB ha sido del 2,5% y su secreto ya no está tan sólo en el vigor de las exportaciones, sino en el aumento del consumo y de la inversión; el paro, siendo muy alto, ha caído por debajo del 10% de la población activa y se ha reducido en 600.000 ciudadanos durante el año; y la Bolsa de Francfort ha visto subir su índice en más de un 20% en el periodo contemplado.

No está mal para el Gobierno de coalición presidido por Angela Merkel, que se beneficia de las últimas medidas estructurales tomadas por su antecesor dentro de lo que se conoció como Agenda 2010 (en esencia, la reforma del mercado de trabajo como parte de la reforma más general del Estado del Bienestar alemán), y de las habilitadas por él mismo, como la ampliación de la edad de jubilación a los 67 años y la reforma de la sanidad (mucho más tímida en su final que en su proyecto, como consecuencia de la actuación de los grupos de presión y de las propias contradicciones entre socialdemócratas y democristianos). Alemania tenía que deglutir los efectos más perversos de una recesión coyuntural (en 2002 tuvo crecimiento cero, y en 2003, decrecimiento) y los estructurales, que todavía persisten, de la unificación del país a partir de 1990.

Pero al lado del músculo económico recuperado, Alemania padece de un mal que cada vez avanza más en las sociedades occidentales (entre ellas, España): por un lado, la disparidad entre el crecimiento adquisitivo de los asalariados, muy escaso, y la emergencia de amplias zonas de la sociedad que no se benefician del bienestar y del crecimiento económico; y, por otro, el aumento, a veces exponencial, de los beneficios empresariales. El pasado mes de octubre, la Fundación Friedrich Ebert, próxima al Partido Socialdemócrata (SPD) hizo público un estudio en el que cuantificaba en el 8% de la población total (alrededor de 6,5 millones de alemanes) el porcentaje de los que viven en un estado de precariedad social. Este porcentaje se desagrega en un 20% de ciudadanos del Este y un 4% del Oeste. Los nuevos pobres tienen un escaso o nulo nivel de formación y de movilidad, ingresos muy modestos, deudas o ahorros casi inexistentes y, sobre todo, se sienten fracasados y creen haber perdido el tren del progreso; se consideran marginados, abandonados por el Estado y desconfían de la democracia y de los partidos tradicionales. Un vagabundo germano, decía el estudio, nunca tendrá problemas de subsistencia, pero se aleja cada vez más de la sociedad.

Esta otra realidad del modelo de crecimiento de muchos países ricos debe ser abordada como prioridad. Tanto como las necesarias reformas estructurales que demandan los economistas ortodoxos.

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