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COLUMNISTAS

Muy agradecida

Hay, aparte de los obligatorios artículos expresando buenos propósitos y no menos suculentos deseos propios del año que acabamos de estrenar, uno al que no quiero negarme, no sobre todo en los últimos tiempos, que son los tiempos del reconocimiento de lo que realmente vale. Y es el artículo dedicado a la gratitud.

Gratitud, primero, para quienes se quedaron. Los amigos de siempre. Cada vez menos, cada día más preciosos, sin que ello signifique merma del afecto o de la memoria hacia quienes hicieron involuntario mutis de esta vida. Los de siempre: la llamada telefónica de ánimo o de cachondeo que nunca falta, esa cena puntual cada equis tiempo, ese almuerzo antes o después de ir de compras, esa peli compartida. Sobre todo, tantos años aguantando con el mismo carácter, el mismo talante, idéntica generosidad. Esa clase de gente que sabe más de los silencios de una que de sus palabras. Para los amigos así reunidos -instalados en Madrid, Barcelona, Valencia, Galicia, Andalucía: de costumbres fijas, tan a mano siempre-, o así dispersos -con destinos inesperados en África, Guatemala, Inglaterra, Italia o Estados Unidos -, o simplemente lejanos de nacimiento -amigos del Líbano, de Palestina, de Argentina, de Chile, con quienes el encuentro es más difícil, pero ni una vez deja de resultar pletórico -, personas en torno a cuyo encofrado he ido enredando y enlazando mi propia existencia, mi gratitud. Más que nunca, más que siempre, ahora que he aprendido, creo, a valorar lo que de verdad importa. Si me faltáis, me caigo, vosotros, que tanto me ayudasteis a soportar el hueco de quienes me faltaron.

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Están también quienes llegaron poco a poco, o mejor dicho, quienes siempre estuvieron en su lugar, pero el tiempo y los hechos les pusieron de relieve con la luz apropiada. Gracias por reunir las cualidades del ahora -la excitación del descubrimiento- y del pasado -los hábitos y lecturas comunes, los viajes compartidos sin darle demasiada importancia, los amigos recordados-, y por disponer todavía de recodos en penumbra que ofrecerme. Y llego, por fin, a quienes aparecieron justo en el último año, traídos por los avatares con los que la vida te tira de los pelos cuando ya te crees poseedora de un cráneo impasible.

Esa gente que empezó a vivir cuando yo ya había sido dos o tres personas y que me ha enseñado la clase de capital humano que ofrece nuestra mejor juventud, la que se busca la vida lejos para no perder la dignidad aquí dentro. Gente que anda por ahí -por Oriente Medio, sobre todo; en mi profesión, desde luego: el joven periodismo-, aliando las civilizaciones -aunque, mejor, llamémoslas culturas- con mayor eficacia que todos los congresos, y que nos representa con una dignidad emocionante.

De esas personas, y de otras que he conocido en los últimos meses, nacidas en lugares donde no resulta fácil llegar a nada y viviendo siempre al borde de un futuro inexistente; que siguen allí o han conseguido venirse para darnos lo mejor de su talento. De todas ellas he aprendido a no enmohecerme. O al menos, a intentar resistirme. He aprendido que es propio de los viejos -definición a cuyos merecimientos me voy acercando, espero que con la cabeza muy alta- creer que, después de ellos, el Diluvio, pero que, en realidad, como cuenta el viejo chiste, "Cuatro gotas, Noé, cuatro gotas". Nadie diluviará fines del mundo después de nuestros fines, igual que nosotros no arrojamos marea acuática alguna sobre la sombra de quienes nos precedieron.

Prefiero pensar que unos y otros, los amigos de siempre, los revelados, los nuevos, los que vendrán, somos todos los mismos. Ramas de la misma clase de árbol alimentado por el mismo tipo de tierra.

Gracias por contarme entre vosotros.

Y gracias, de una puñetera vez, a esos maravillosos inventos que nos mantienen unidos: el correo electrónico, las tarjetas prepago para teléfonos móviles, las videoconferencias y los vuelos baratos, los cibercafés y los SMS.

Por decirlo con palabras de otra: gracias a la vida, que me ha dado tanto. Pero sin música, sólo con latidos.

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