Con la música a otra parte
No me canso de contarlo. Hace ya varias décadas, un amigo con quien compartía estudios de filosofía estuvo acudiendo a mi casa durante un par de meses para ayudarme con un texto de Descartes. Solíamos comenzar hacia el mediodía y acabábamos a la happy hour, cuando la copa es un puro esplendor. Andaba yo entonces muy colado por Schubert, de quien sonaba siempre en el tocadiscos alguna de sus sonatas para piano, rectamente calificadas por Brendel de "sonámbulas". Mi amigo nunca había oído otra composición que el "¡Ay de mí!" de los sanfermines, ni se había interesado jamás por la música, de modo que no le molestaba tenerla de fondo. Una vez concluido el trabajo seguimos viéndonos asiduamente.
Cierto día íbamos metidos en un taxi y hablando a gritos los dos al mismo tiempo cuando el conductor encendió la radio para que no le molestáramos. Lo que sonó nos sumió en el silencio. Era el cuarteto D.112 de Schubert, uno de los más infrecuentes. Mi amigo, con un gesto de pánico, gritó señalando al chófer: "¡Esto es Schubert!". Horrorizado, un racionalista como él acababa de descubrir que era posible reconocer un estilo sonoro, una grafía invisible, en un fragmento diminuto y sin haberlo oído nunca antes, como si fuera el binomio de Newton. Hoy es uno de los más brillantes filósofos de la universidad española y un auténtico loco de la ópera.
Que podamos reconocer una figura sonora (me permito esta palabra por su fácil comprensión) y relacionarla o distinguirla de otras es un misterio que ha llamado la atención de los filósofos y psicólogos cognitivos. Distinguir una palabra de otra, un idioma de otro, una imagen de otra, es arduo de explicar, pero mucho más difícil es averiguar en qué consiste esa capacidad innata para retener constructos sonoros en la memoria de modo indeleble. Los niños que apenas balbucean ya adoran la música y cualquier octogenario puede cantar sin fallos de tonalidad una canción aprendida en la infancia, aunque quizás no recuerde ya ni el nombre de sus abuelos. El enigma se multiplica si a esa retentiva le añadimos la capacidad de la música para inducir emociones.
Debo a la generosidad de Fernando Peregrín la información del New York Times en la que se resumen los trabajos de Daniel Levitin, psicólogo cognitivo de la Universidad McGill de Montreal. En su laboratorio sobre percepción musical ha llevado a cabo experimentos que ponen de relieve cuáles son las zonas cerebrales afectadas por la música. La neurociencia y los psicoacústicos proponen explicaciones naturalistas al proceso musical que si bien están en fase de esbozo pueden llegar a dar un apoyo científico a la descripción de las emociones musicales y a explicar, por ejemplo, el éxito de la música tonal. De momento, lo más interesante de los experimentos de Levitin me parece la constatación de la sorprendente fortaleza de la memoria musical. Cientos de cobayas han reconocido composiciones o compositores con tan sólo oír dos notas, medio segundo de música.
¿Cuál es la causa de que algo tan sutil quede archivado en el cerebro como si se tratara de una información esencial para la vida? Los animales (y nosotros en tanto que animales) retienen aquello que es útil para su alimentación, reproducción y supervivencia. ¿Cómo puede ayudarnos a sobrevivir una sinfonía? Steven Pinker lo niega: para él se trata tan sólo de un estímulo placentero y nada más. Levitin, en cambio, lo relaciona con la evolución de los rituales reproductivos. No obstante, si fuera tan sólo un "placer" Pinker debería explicar cómo y con qué finalidad se produce ese placer. En la versión de Levitin, y dado que la música y la danza no deben de tener historias evolutivas muy distintas, nos falta una descripción que permita el tránsito de las ceremonias de la fertilidad a la asombrosa arquitectura de la Misa en Si menor de Bach. En todo caso, según los estudios cognitivos, la música se va perfilando como mucho más que un espectáculo ritualizado o un fenómeno cultural local. Quizás sea más bien algo tan profundamente decisivo para nuestra supervivencia como el propio lenguaje.
Que la música determina nuestras vidas incluso cuando creemos no estar oyendo nada, me parece evidente. Voy a permitirme un capricho melómano para celebrar el año nuevo y ya me perdonarán: hay algo arcaico, atávico, heroico, en el modo de hablar entrecortado, agujereado por silencios tensos, entonado perpetuamente en esdrújulas, del presidente del Gobierno. Es una música tan peculiar que ha contagiado a la vicepresidenta, la cual habla cada vez de un modo más sincopado y espástico. El presidente, además, suele dar el compás con la mano derecha: arriba, abajo, arriba, abajo. También con la izquierda o con ambas, según sea la dinámica del discurso.
Ésta es una música que, como la de Wagner, carece de desarrollo lógico y aunque parece un flujo arrebatado es inmóvil. Su unidad no está construida según la armonía clásica sino mediante la técnica del leit motiv: la paz, la lí-bertad, la démo-cracia, la sóli-daridad. A veces el motivo se dobla: el pró-ceso depaz, la á-lianza de cí-vilizaciones. Entonces intervienen ambas manos, plim, plam, plim, plam. Como en los interminables monólogos de Wotan, el público escucha desconcertado tratando de encontrar un hilo racional, la consecuencia, la finalidad, pero no hay acción, no pasa nada, todo está detenido: los leitmotiv se suceden como una serie de carteles publicitarios sin evolución interna, como un conglomerado de imágenes, que era de lo que Adorno acusaba a Wagner.
El reproche es malévolo porque tanto Adorno como Nietzsche como Thomas Mann acusaron a Wagner de disfrazar mediante un discurso heroico de cartón piedra unas píldoras homeostáticas de voluptuosidad que sólo buscaban el escalofrío de las clases acomodadas. Este tipo de música no persigue el placer del entendimiento sino la pura emoción visceral. En consecuencia, los fieles se estremecen de gozo y los infieles se aburren como setas.
Muy distinta era la música de Aznar, como es lógico. Aquel oratorio sacro cantado por un bajo profundo que proponía caminos de salvación en la lucha contra el paganismo y a favor del triunfo de Roma, se desarrollaba en un escenario barroco y levemente tenebroso, sobre telones de oro con calaveras sonrientes y diversos comparsas llamados El Miércoles de Ceniza o La Venganza de Israel. El caso es que respondemos, lo queramos o no, a la música de los estadistas, a la opera buffa de Berlusconi, a la petite chanson de Ségolène, al Yellow submarine de Blair, a la estridente tenora de Carod, o al fastidioso solo de gaita, sin principio ni fin, de Fraga.
Aquellos cuyo cerebro ha desarrollado las zonas más sensibles a la sonoridad ordenada son quienes, creo yo, más gozan y sufren el discurso público y el arte de los solistas parlamentarios, su inconfundible timbre a veces crispante, a veces solazante, en raras ocasiones sublime, casi siempre estupefaciente. Sin embargo, según están demostrando los científicos antes mencionados, ni los sordos se libran de obedecer al escondido poder de la música.
Félix de Azúa es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.