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Columna
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Cuando éramos Nancy

Según una curiosa encuesta publicada por la empresa Millward Brown media humanidad occidental se levantó ayer por la mañana con la perplejidad pintada en el rostro. Así que consuélese usted si no sabe qué demonios hacer con esa Minipimer de seis velocidades que le han dejado los Reyes Magos.

Poner cara de póquer suele ser la salida más socorrida antes de mandar el obsequio en cuestión a los abismos del cuarto trastero. Pero hay otras opciones que empiezan a ganar terreno, como endosarle el muerto a otro, o revenderlo a través de Internet. El año pasado más de 50.000 españoles recurrieron a la red para deshacerse de la jodida Minipimer. Se calcula que el dinero invertido en "regalos equivocados" ronda los 150 euros por persona. Con los juguetes de los niños el índice de error no llega a tanto, pero la cantidad de regalos siempre es inversamente proporcional a la calidad de la ilusión, porque así lo manda la ley del deseo. Tal vez por eso la noche de Reyes baja cada vez más melancólica, arropada por un desasosiego existencial que los niños de antes combatíamos llenando de oporto las tres copitas de los Magos y dejando una brazada de hierba fresca en el porche para los camellos. Entonces el único cordón umbilical que nos unía con sus majestades de Oriente era un televisor Philips de 17 pulgadas donde los anuncios daban la medida exacta de una felicidad antigua con guantes de lana y las Navidades no empezaban hasta que las muñecas de Famosa se dirigían al portal.

Nancy, la más emblemática de todas, no era sólo la reina de las muñecas sino una metáfora inocente de un país en trance de abrazar la espiral consumista. Cierto que ni su vestuario ni su anatomía gozaba aún del atrevido diseño de las Barbies de la siguiente generación, con cierto estilo de putillas, pero de alguna manera aquella muñeca a medio camino entre la virgen María y una chica yeyé, anunciaba ya el final de una época. Si la Barbie encarnaba a la perfección la ética capitalista y la moral anglicana, la Nancy tenía algo de los concursos de Miss España con la cara un poco pepona y su peinado de reina por un día que representaba la tradición católica pasada por el pop. Como no podía ser de otra manera, la Nancy se fue quedando varada con su camisita y su canesú en el desván de los años 70, como símbolo de un tiempo en que la necesidad nos obligaba a ser felices con un solo juguete. En aquel pasado no tan remoto, Franco continuaba firmando sentencias de muerte, los estudiantes de Económicas tiraban los pupitres por la ventana sobre la policía a caballo y Mike Jagger nos hacía enloquecer con sus morritos neumáticos. Mientras tanto nosotras -las niñas de entonces- ensayábamos ya en el espejo un sonrisa guerrera con la que aprender a ir por la noche solas.

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