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Reportaje:

"Yo no te pensé esto, mi negro; me quiero ir contigo, mi hijito"

Basilia Seilena, madre de Carlos Alonso Palate e invidente, llora de dolor junto al féretro rodeada de cientos de vecinos de Picaihua

Como fueras mi primer hijito, mi primer maridito, me he quedado sola; yo no te pensé esto mi negro. 'Mamacita no te preocupes', me decías el jueves , 'de aquí pa'lante, vamos mamita', me decías. ¡Yo me quiero ir juntito contigo, mijo lindo!". Basilia Seilena recita esta letanía una y otra vez. No puede ver a los cientos de vecinos que la rodean en la fría madrugada. Su dolor la ciega más que sus ojos inertes y cerrados desde hace años. No siente que a un metro camina junto a ella Trinidad Jiménez, la secretaria de Estado para Iberoamérica, y el embajador de España en Ecuador, Juan María Alsina. Tampoco es consciente de que anda, descalza, por el camino de tierra que lleva a su casa, del brazo de Esther López, psicóloga del Samur, y empujada por su hijo Jaime, con problemas de visión y muy perturbado por la muerte de su hermano Carlos Alonso y por lo que acontece en su aldea: San Luis, en la parroquia de Picaihua de la provincia de Tungurahua (Ecuador).

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Son las 4.30 de la mañana de este viernes de luto en Ecuador. Veinte minutos antes, una comitiva de vehículos estampados con logos de medios de comunicación, un autobús, dos coches de seguridad diplomática y dos patrullas de policía llegaba a San Luis escoltando una furgoneta negra donde viajaba el féretro de Carlos Alonso Palate, uno de los dos ecuatorianos muertos en el aeropuerto de Barajas, sepultados tras la detonación que acabó con sus vidas y con las esperanzas de un proceso de paz con ETA que todavía no había tomado aliento.

La caravana había salido a la 1.20 de la mañana de la base militar de Quito, donde aterrizó a las 0.12 de la noche el Boeing 707 del Ejército del Aire español que transportaba los restos mortales de Palate, a 13 de sus familiares residentes en España y a una comitiva oficial encabezada por Jiménez y compuesta por Javier Herrera, subdirector general de Protección a Españoles en el Extranjero, tres psicólogas del Samur y algunos funcionarios de apoyo. En el aeropuerto, ni una autoridad ecuatoriana.

La furgoneta con el ataúd escala la loma empedrada que llega hasta San Luis y el silencio de los llantos sólo puede compararse con el frío y la tensión. Unos 300 vecinos esperaban despiertos la llegada de Carlos Alonso, popular miembro de una comunidad tan apiñada en el dolor como en la pobreza cotidiana. El tío de Palate, Luis Antonio, sigue siendo la figura visible de esta familia, como lo fue en España. Camina dando abrazos y permitiéndose las pocas lágrimas sin aspavientos que minutos después escondió para no alimentar un drama cuyo guión era ya demasiado fuerte.

La tía María grita sin sentido detrás del ataúd que es levantado por seis hombres para comenzar una vuelta a la cancha de fútbol donde Carlos Alonso, como miembro del Club Deportivo El Nacional, jugó cientos de veces como arquero titular. Delante del féretro, sin llorar, como poseída por una imperiosa necesidad de terminar la vuelta a la cancha que también funge como plaza, corre cargando una corona de flores Victoria Morales, otra tía de Carlos Alonso que no levanta más de 140 centímetros del suelo y que viste con el sombrero y la chompa de lana con los que las indígenas ecuatorianas se defienden del frío.

En la penumbra concluye este recorrido acelerado, de pasos muy cortos pero rápidos, mientras la comitiva española mira sintiendo que está siendo parte de algo irreal. "Sólo puedo pensar en Pedro Páramo", confiesa una de las funcionarias indignadas con la intromisión permanente de las cámaras de televisión en el dolor ajeno.

La siguiente estación de este homenaje es la pequeñísima capilla que cobija una también diminuta imagen de la Virgencita Agua Santa de Baños. No hay sacerdote que atienda. "Sólo viene los días 15 de cada mes", explica Fidelia.

En la capilla el caos es total. Luis Antonio Palate trata de abrir el ataúd en una tarea imposible porque está sellado. Algunos periodistas se apoyan en el féretro para preguntarle, por enésima vez, al tío de Carlos Alonso por la indemnización y por la posibilidad de que varios familiares logren la nacionalidad española.

"Van a ser tratados como cualquier español, con las indemnizaciones que fija la ley y con toda la ayuda que necesiten", repite también Trinidad Jiménez.

El ambiente no es el de un pueblo preocupado por dinero o resarcimiento. En la capilla, la bandera roja del Club Deportivo El Nacional cae sobre el ataúd. Afuera, las psicólogas españolas y varias mujeres atienden en el suelo a Basilia, atravesada por la pérdida de su hijo mayor -de cuatro-, el que los mantenía a todos, y el muchacho que todos recuerdan como excesivamente responsable.

"Nunca le sacaba el cuerpo a las Rondas Campesinas [cuadrillas de hombres que vigilan los caseríos en la noche para ahuyentar a los ladrones], el muchacho era bien alhaja", cuenta entre trago y trago de licor casero el anciano José Aurelio Mulloleu. "De paso, usted no sabrá de un trabajito para mí en España como albañil. No para ahora, así como en cinco añitos...".

La casa de Basilia es fruto de las remesas que recibía desde Valencia, como muchas de las que se ven en construcción en la zona. Está a medio hacer y el único lujo es el cemento y algunos vidrios que salpican los huecos de las verjas. Para el recibimiento del cadáver, la familia contrató a una funeraria que adornó el único cuarto grande de la casa con un crucifijo inmenso de plástico, lámparas doradas y rosas blancas. En la puerta, un crespón violeta con tres bombillas y con la leyenda Funeraria marca el lugar.

El velatorio, tras unos primeros minutos de empujones y desmayos, agarra el ritmo local una vez que se marcha la delegación española. Antes de salir, por supuesto, nuevas preguntas sobre las indemnizaciones, y Trinidad Jiménez que camina en la oscuridad, después de 16 horas de viaje, con lágrimas en los ojos, "conmovida por el sufrimiento de Basilia". Su equipo se encargó de dejar una ayuda de emergencia en efectivo para que a la pérdida del sustento de la familia no se sume la desolación del abandono, y la promesa de ayudar a regresar a España a 13 familiares que hicieron este recorrido desde Torrejón a Picaihua.

"Señor... ¿Usted es presidente de allá? Es que nos han dicho que había venido un presidente". Diana Chacha, tiene la edad de 15 años y el cuerpo de 11. Su sonrisa vergonzosa es una de las pocas pinceladas de esperanza en la madrugada de San Luis. Una vez evacuada su duda presidencial, sus preguntas tienen un objetivo. "¿Y por qué allí hay personas que ponen bombas para matar a otros seres humanos?", insiste Diana. Recibe un silencio por respuesta, pero inquiere una vez más: "¿Y en Venezuela? ¿Allí ponen bombas?". Su preocupación tiene que ver con su hermano Mauricio, de 26 años, que trabaja en Venezuela, como otros 600 miembros de la parroquia de Picaihua (unos 4.000 habitantes) que han buscado en el extranjero el trabajo que Ecuador no les da.

El amanecer despunta y muchos de los presentes agradecen a cualquiera con aspecto de español "la ayuda del Gobierno de Zapatero". El cielo clarea y, aunque todavía no es seguro cuándo se realizará el entierro de Carlos Alonso, sí hay una certeza: sus restos descansarán en la tumba que él mismo construyó en el cementerio de la parroquia antes de emigrar a España.

José Quilumba, familiar de Carlos Alonso, durante el velatorio celebrado en Picaihua (Ecuador).
José Quilumba, familiar de Carlos Alonso, durante el velatorio celebrado en Picaihua (Ecuador).ASSOCIATED PRESS

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