Sadam en el patíbulo
Al alba del 14 de julio de 1958, unidades golpistas del ejército iraquí ocuparon los edificios oficiales de Bagdad, incluida la sede de la radio nacional, que empezó a emitir a todo trapo La Marsellesa. Poco después pusieron sitio al palacio real y, tras un breve bombardeo, obtuvieron la rendición de sus defensores. Acto seguido, el joven rey Faisal II, el antiguo regente Abd al-Ilah y los demás miembros presentes de la dinastía hachemita fueron abatidos a tiros. El sempiterno primer ministro, Nuri al-Said, cayó al día siguiente cuando trataba de huir; su cuerpo fue arrastrado por las calles de la capital y despedazado por la turba furiosa.
El primer hombre fuerte del nuevo régimen republicano, el general Abdel Karim Kassem, no gozó de mucha tranquilidad ni de demasiado tiempo para usufructuar el poder. Ya en octubre de 1959, un grupo de militantes baazistas de acción -entre ellos cierto veinteañero de nombre Sadam Husein- trataron sin éxito de asesinarlo en pleno centro de Bagdad. Tres años y medio después, el 8 de febrero de 1963, un golpe promovido por el partido Baaz y una facción militar triunfaba tras horas de feroces combates. Al día siguiente, el vencido Kassem y sus ministros fueron sometidos a un simulacro de proceso y ejecutados sumariamente. Durante los meses posteriores, la eliminación de seguidores del régimen derrocado (comunistas y chiítas sobre todo) dejó un balance de miles de muertos.
El general Abdel Salam Aref asumió entonces la presidencia de la República, primero con el apoyo del Baaz, y a los pocos meses contra éste, hasta que en abril de 1966 un sospechoso accidente de helicóptero acabó con su vida. Le relevó en el poder su hermano Abdel Rahman Aref, también general, pero cuyo carisma y cuyo autoritarismo resultaron mucho más livianos. Tal vez eso le salvase el pellejo, porque cuando en julio de 1968 un nuevo golpe baazista se impuso en Bagdad, el derrocado Aref obtuvo el raro privilegio de un pasaje de avión hacia el exilio en Turquía, desde donde incluso se le permitiría, dos décadas después, regresar a Irak. Un tipo con suerte, en definitiva.
Esta vez, la rama iraquí del Baaz había llegado al poder para quedarse, bajo el liderazgo inicial de Ahmed Hassan el-Baqr. Éste, un general suní que se apoyaba en la red de lealtades y solidaridades regionales de los oriundos como él de Tikrit, cometió sin embargo un error: potenciar a su joven pariente Sadam Husein y convertirlo, desde 1969, en el número dos del flamante régimen. De intriga en intriga y de purga en purga, Sadam obtuvo en los años sucesivos un control férreo sobre el partido Baaz y sobre las fuerzas armadas hasta forzar, en julio de 1979, la retirada total de su tío al-Baqr. ¿Hacia una bien ganada jubilación? No exactamente: cuando, en octubre de 1982, el desastroso curso de la guerra desencadenada contra Irán alimentaba en Bagdad la idea de que Sadam Husein renunciase a favor de su predecesor Hassan el-Baqr, el ex presidente falleció de forma tan fulminante como oportuna, aunque no precisamente misteriosa. Al ministro de sanidad, que había tenido la osadía de sugerirle la dimisión para facilitar un arreglo con los iraníes, Sadam lo liquidó por esas mismas fechas con sus propias manos.
A la luz de este breve repaso histórico queda claro que en Irak, desde hace medio siglo, la conquista -siempre por la fuerza- del poder lleva aparejado el derecho y casi el deber de la venganza; y que la pérdida de ese poder suele costar la vida al gobernante derribado. Y bien, ¿era esperable que tal pauta de conducta se rompiese después de la dictadura más larga (24 años) y más sangrienta (tal vez dos millones de víctimas) de cuantas han sufrido los iraquíes? Sadam Husein, cuyo régimen utilizó la violencia a una escala sin precedentes incluso en la historia de Irak, ¿iba a recibir mejor trato que el desdichado Faisal II, que Abdel Karim Kassem, que Hassan el-Baqr...? De hecho, ya lo recibió mejor: si su caída hubiese sido obra de los propios iraquíes, la distancia desde la jefatura al patíbulo se hubiese recorrido en horas o días, al modo de Ceausescu o incluso de Mussolini. Sólo la tutela y la presión norteamericanas han hecho posible un juicio público durante meses, con defensores internacionales y ciertas garantías procesales.
Que, pese a tales garantías, numerosas personas y organizaciones de Occidente se hayan sentido indignadas por la ejecución del pasado sábado no sólo resulta comprensible, sino que dice mucho sobre la sensibilidad humanista y democrática vigente en nuestra porción del mundo. Con todo, a una parte de esos críticos, a algunos de los que se han apresurado en calificar de asesinato el final de Sadam Husein, cabría formularles algunas preguntas. Si ellos mismos sostienen -y con mucha razón- que la democracia occidental no es algo que se pueda exportar e imponer sin más en otros contextos histórico-culturales, ¿creen en cambio que la abolición de la pena de muerte sí debíamos exportarla e imponerla, desde nuestra superioridad civilizatoria y contra los deseos de la gran mayoría de los iraquíes? Cuando nosotros, europeos, no hemos sido capaces en más de una década de resolver satisfactoriamente los casos penales de Slobodan Milosevic, de Ratko Mladic, de Radovan Karadzic, ni siquiera de Augusto Pinochet mientras permaneció detenido en Londres, ¿les parece que estamos en posición de impartir lecciones acerca del juicio y castigo a responsables probados de crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad a gran escala?
Durante las horas previas a la ejecución del ex dictador, el ultra francés Jean-Marie Le Pen, el austríaco Jörg Haider y otros congéneres -amigos probados de Sadam Husein desde que éste invadiera Kuwait, allá por 1990- mostraron su simpatía hacia el reo y su condena del crimen en ciernes. No sé, pero tal vez esta afinidad, esta repentina defensa de la vida en boca de unos partidarios acérrimos de la pena de muerte, debería inducir a los espíritus progresistas a la reflexión. Ello, en caso de que el antiamericanismo se lo permitiera, claro.
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