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Reportaje:

Y, de pronto, el milagro

Zubin Mehta da toda una lección en el Concierto de Año Nuevo

Tras la apuesta del pasado año, felizmente saldada por el letón Mariss Jansons al frente, los filarmónicos vieneses han preferido esta vez ir a lo seguro, llamar a un maestro al que conocen de sobra y que garantiza, al menos, que su Concierto de Año Nuevo llegará a su término sin sobresalto alguno, un poco a medias entre la memoria histórica de la orquesta y la tranquilidad que le ofrece un director capaz de llevar a buen puerto cualquier cosa.

Quizá por eso el aficionado resacoso se sentaba ayer por la mañana ante el televisor más con la idea de echar una cabezadita mecido por el compás de tres por cuatro que decidido a ir reflexionando los porqués de hacer de esa forma y no de otro tal vals o aquella polca. Olvidándose, pues, y desde el primer momento, de la entrega inteligente de Jansons, de la resurrección de Karajan, de las originalidades de Harnoncourt, del deslumbramiento de Maazel en algún año glorioso, de lo raro que resultó ver a Ozawa cumpliendo de perlas y, claro, de la genialidad sin paliativos de un Carlos Kleiber que al morirse rompió el molde. De Clemens Krauss y Willy Boskowski, pues ni hablamos. Con Mehta estaba tan garantizada la calma como la falta de arrebato.

Pero lo mejor estaba por llegar. 'Matrosen polka' y 'Dynamiden'
El caso es que, poquito a poco, Zubin Mehta fue dictando una lección

El día anterior, Mehta había manifestado a EL PAÍS que el vals no es música ligera, y hasta lo comparaba con Mozart o Bruckner en un exceso de simpatía previa a su cuarto encuentro con el concierto más mediático del año. También decía que era una música optimista. En fin, nada excitante. Pero, en el fondo del corazón del espectador, una voz decía que este indio de setenta abriles que -no nos engañemos ni nos ciegue tampoco la pasión valenciana- nunca ha acabado de cuajar como la grandísima figura que prometía ser, tenía una formación vienesa de pura cepa y, caramba, no era la primera vez que se atrevía con este concierto para japoneses de pago que vemos todos de balde. Por cierto, primoroso una vez más el trabajo del realizador Brian Large, que se conoce la Sala Dorada de la Musikverein como si fuera su casa, y excelentes los comentarios de José Luis Pérez de Artega en la retransmisión televisiva.

El caso es que, poquito a poco, Zubin Mehta fue dictando una lección que ha ido claramente de menos a más. Olvidemos a los citados antes que marcaron referencia moderna de esta música y en aquel lugar. Buen calentamiento de motores con Zivio!, de Johann Strauss hijo, y con Espíritus voladores, de su hermano Joseph, hasta que llega la primera sorpresa de esas que no se esperaban, la Danza de los elfos, de Hellmesberger, una de las novedades de este año en el que se cumple el centenario de la muerte de este compositor olvidado. Una pieza preciosa, con ecos de Mendelssohn, sonó muy bien. Llegaba después Delirio, de Josef Strauss, bien colocado todo en su sitio y con un rubato que no acababa de ser demasiado expresivo pero que anunciaba ya sin dudas una de las evidencias de la mañana: que la Filarmónica de Viena sigue siendo una maravillosa orquesta, a pesar de que mantenga también un alto grado de machismo, con sólo dos mujeres en sus filas en el concierto de los conciertos.

En La aspidistra -de Johann-, lo del rubato ya empezó a tener sentido y gracia vienesa, la de la Polca Irene -de Joseph-, que llega estupendamente hecha. Otra vez la música de aquel con Donde florecen los limoneros, de goethiano título y vivaz resolución. Ahí esa intención de alargar la frase alcanza el final buscado y empiezan a aparecer los brillos de los grandes conciertos de Año Nuevo. Sin freno, de Eduard Strauss, se dice como su título pide pero con un orden impecable, y Ciudad y campo ofrece un buen sabor, quizá un poquito demasiado rotundo. Da la sensación, entre unas cosas y otras, que quizá vayamos estando donde a veces nos ha correspondido, en la mejor tradición de una música que no hace bien cualquiera, simplemente porque requiere una sabiduría muy especial.

Pero lo mejor estaba por llegar. Matrosen polka y Dynamiden, de Joseph las dos, nos preparan como sin querer para arribar al punto culminante de la sesión y a lo que habrá de ser uno de los momentos verdaderamente inolvidables de estos conciertos de Año Nuevo: una versión absolutamente sensacional de la Evocación de Ernst o Carnaval veneciano, de Johann Strauss padre. Ahí la Filarmónica de Viena demostró del todo por qué cuando quiere es una orquesta de otra galaxia. Se gustó hasta decir basta, sabiendo de su grandeza y con la seguridad que da una batuta como la de Mehta. Qué flauta, qué oboe, qué flautín, qué concertino. Qué remedio infalible para la resaca. Quien lo escuchara solo debió pensar en que si aquello era la soledad bendita fuera. Y los que compartieran sofá seguramente le dieron a su pareja el primer beso de este año que sabe Dios dónde nos lleva. Por eso ya dio igual que El bello Danubio azul -estupendamente bailado por Lucía Lacarra y su marido Cyril Pierre- no quedara muy transparente. Ni siquiera la Marcha Radetzki era capaz de despertar al resentido social que todos llevamos dentro y que sale cada año al escuchar las palmas de tan distinguido público. Lo mejor era irse otra vez a la cama. A soñar.

Zubin Mehta, durante el Concierto de Año Nuevo, en Viena.
Zubin Mehta, durante el Concierto de Año Nuevo, en Viena.REUTERS

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