El implacable enemigo de los chiíes
El ex dictador mantuvo durante todo su mandato un odioy animadversión constantes hacia esta rama del islam
Hoy es un día extraño para los chiíes iraquíes. Acostumbrados al dolor de la propia sangre vertida, a la opresión atávica, la desolación y el llanto enquistados desde la primera de sus generaciones, derraman lágrimas para ellos insólitas; no importan las diferencias. Laicos y religiosos, radicales y moderados, seguidores del séptimo imán oculto o el duodécimo han aparcado sus contiendas. Por un día, todos lloran con la misma alegría y dan gracias a Alá porque su enemigo común, su peor pesadilla, ha sido ejecutado tras tres años de castigo y un esperpéntico juicio.
Pocos lo esperaban pero casi todos lo ansiaban. Cinco meses antes de la invasión de Irak, cuando la guerra ya estaba decidida, en el corazón de todos los chiíes iraquíes maceraban sentimientos contradictorios. La esperanza y la ilusión se imbricaban con un hilo de recelo y escepticismo. En la memoria, grabado a fuego, vegetaba el recuerdo de la traición de 1991. Ese año EE UU también decidió atacar Irak, aunque en aquella ocasión con el consenso de las naciones. Sadam Husein había llegado al paroxismo de su osadía, había dejado de ser un dictador manejable y amigo, el bastión que defendía a Oriente Próximo de la perniciosa influencia chií iraní y se había anexionado Kuwait. La Casa Blanca armó una alianza de 30 países y buscó el apoyo de los chiíes. Pero las tropas aliadas frenaron su avance antes de llegar a Bagdad y dejaron el trabajo inconcluso. El entonces presidente estadounidense, George Bush, instó a todo el pueblo iraquí a sublevarse y centenares de chiíes se lanzaron a las calles de la ciudad meridional de Diwaniya para retar al tirano. La encendida turbamulta se enfrentó a la policía y mató a una decena de agentes. La asonada estalló en Basora y se propagó con rapidez por las principales poblaciones del sur iraquí.
Los tanques llevaban una pancarta con la leyenda: "No más chiíes después de hoy"
Entre 1974 y 1978, el régimen ejecutó a 13 clérigos y encarceló a centenares de ellos
La mecha la proporcionaron las potencias extranjeras y la pólvora la abigarrada oposición iraquí en el exilio, que pactó en Beirut la creación de una mesa común para atizar el alzamiento y crear el futuro Gobierno de transición. Pero EE UU y sus aliados no cumplieron sus promesas. La artillería de Sadam Husein recuperó posiciones, se apostó frente a las ciudades santas de Nayaf y Kerbala, y bombardeó con demencia los aledaños de los santuarios más sagrados del chiísmo, donde se refugiaban miles de fieles. Alí, el chófer de ojos tristes que durante un tiempo me guió en Mesopotamia, tenía un recuerdo recurrente de aquellos días: "Los tanques llevaban una pancarta con la leyenda 'No más chiíes después de hoy'. Todo quedó arrasado. Las represalias posteriores fueron incluso peores", contaba. Sadam Husein se permitió el lujo, incluso, de humillar públicamente a los líderes religiosos chiíes de aquel tiempo, y por ende a Irán, su enemigo más enconado. El gran ayatolá Mohamed Baquir al Hakim, refugiado en Teherán a la vera del ex presidente Rasfanyani, fue testigo de la derrota de sus milicias Al-Badr.
La cruenta epopeya de odio y animadversión entre los chiíes y Sadam Husein se gestó en torno a 1958, año de la revolución que derrocó a la monarquía. Los chiíes, en su mayoría relegados al último escalón de la pirámide social, apoyaron la ascensión del socialismo. En 1963, fecha del golpe de Estado contra el Gobierno de Abdel Karim Qasem, los partidarios de Alí constituían el 53% del Partido del Renacimiento Árabe Socialista Baaz, que después lideraría el propio Sadam. Sin embargo, la gradual entrada de elementos suníes en los órganos directivos hizo que, un lustro más tarde, sólo el 6% de los baazistas fueran chiíes. El Baaz se sumó al movimiento panarabista y promovió la idea de la unidad árabe por encima de la identidad iraquí bien definida. El partido se llenó de suníes, seglares acérrimos que pronto desconfiaron de los fanáticos y retrógrados chiíes, considerados persas y, por tanto, enemigos de los árabes.
En aquellos años, llegó exiliado a Irak un hombre que influiría de manera decisiva en el desarrollo del chiísmo iraquí: el ayatolá Rujola Jomeini, a quien no recibirían con agrado ni el Gobierno socialista ni, en un principio, el ayatolá Mohsen al Hakim, líder de la comunidad chií iraquí. El clérigo iraní se asentó en la ciudad santa de Nayaf, donde comenzó su prédica acosado por el régimen del primer ministro Abdul Salam A'rif , un suní en buenas relaciones con el régimen del sha de Persia. Sin embargo, Jomeini pronto aventó los recelos de los chiíes iraquíes y se ganó su confianza. Fue entonces cuando despegó el partido chií Ad-Dawa, fundado años antes con la intención declarada de establecer un Estado islámico en Irak. En la década siguiente, la militancia de este partido no hizo sino incrementar la presión sobre los chiíes. Entre 1974 y 1978, el régimen, en el que ya dominaba Sadam, ordenó la ejecución de 13 clérigos chiíes y encarceló a decenas de ellos.
El triunfo en 1978 de la revolución islámica iraní supuso un severo revés para el régimen baazista. Se multiplicaron las fricciones y el partido Ad-Dawa fue prohibido. Varios clérigos se exiliaron a Irán, donde comenzaron a levantar la resistencia. En 1980 estalló la guerra entre los dos países, alentada por el deseo de EE UU y Arabia Saudí de frenar la influencia revolucionaria iraní. Paradójicamente, muchos chiíes laicos lucharon al lado del dictador.
Otros, como el ex primer ministro transitorio Iyad Alawi y el tenebroso Ahmad Chalabi, optaron por la oposición en el exilio occidental. Ambos desempeñaron en 2004 un papel esencial en la pantomima del Gobierno de transición iraquí y en la formación del tribunal que finalmente utilizó una razón -la matanza en 1982 de 144 chiíes en la aldea Duyail- para ejecutar una venganza largamente mascada.
Javier Martín es director del servicio en árabe de la agencia Efe.
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