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Columna
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Coplas a la muerte de nuestro antepasado el taxi

Vicente Molina Foix

No voy a recomendar aquí que recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando cómo se pasa la vida. Ni mucho menos, estando en las fechas que estamos, hablarles de cómo se viene la muerte tan callando, y cuán presto se va el placer. Tampoco diré, para que no se me tenga por un nostálgico del antiguo régimen, que cualquier tiempo pasado fue mejor. Ahora bien, la otra tarde no tuve más remedio que ponerme a recordar la segunda estrofa de las Coplas de Jorge Manrique, con estos versos siguientes a los que acabo de glosar y donde se dice que, si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado.

Estaba yo en Conde de Peñalver esquina Lista, un lugar no exactamente periférico, y a una hora que más que punta era valle: la una menos cuarto del mediodía. Podría haber ido al sitio al que me dirigía a pie, pero iba cargado, y me puse a esperar taxi; aclaro que tampoco respecto a la Navidad era una fecha cima, sino, a lo sumo, hondonada. Es decir, que no trataba yo de encontrar taxi en la Gran Vía y a la populosa hora de las dos y media de la madrugada o en Callao una tarde de vísperas de las últimas compras navideñas. Y me entró el llanto (en un sentido figurado), la bilis negra, la gana de ponerme elegiaco.

Después de tus tiendas de barrio favoritas, después de los cines Azul o Duplex, después del bar de copas del Balmoral, después de tantas y tantas cosas que hacían la vida cotidiana más llevadera, ahora le llega el turno al taxi. Por la tarde, por la mañana, en días laborables o festivos, llueva o haga sol, sea puente o jornada fluvial corriente, el taxi ha desaparecido de las comodidades del madrileño. Y la madrileña.

Lo cómodo, en nuestro caso, sería descargar la ira por esta desaparición al ayuntamiento, pues nada alivia más -desde el Renacimiento hasta nuestros días- que culpar al porco governo de los males del mundo. Gallardón es responsable de muchos desaguisados que hacen áspera nuestra vida municipal, pero me temo que ni siquiera él tiene la culpa de que el taxi se haya convertido en Madrid no sólo en un producto de lujo sino en una especie en vías de extinción, como el esturión del Guadalquivir que un día mítico, no vivido por casi ninguno de nosotros, producía un caviar tan bueno como el iraní. La culpa en este caso es de los taxistas y sus organizadas cofradías, mutuas, gremios, confederaciones y demás redes no voy a decir que mafiosas. No contentos con obtener del pusilánime Ayuntamiento -empleando el chantaje- una subida de tarifas escandalosa, que en las noches del fin de semana se convierte en algo similar al precio de un vuelo transoceánico, los taxistas sostienen que los 15.546 taxis que hay en Madrid son suficientes para los que tenemos o teníamos el hábito de usarlos.

Evitaré entrar en una guerra de cifras, pues me basta observar los efectos de devastación en el campo de batalla donde me muevo: las calles de Madrid, a casi todas horas privadas de ese servicio público. Entonces qué pasa, ¿es que los señores taxistas (y he encontrado en mi larga vida de usuario conductores amables, cultos, muy competentes) sólo quieren fastidiar? Por supuesto que no. Ellos, también ellos, y por qué no, viven mejor que antes, ganan más, quieren tener más ocio e irse a Alicante en los puentes, y sus hijos, en vez de pasar las monótonas horas al volante, estudian informática. Lo propio de un país próspero al que llegan de medio mundo emigrantes deseosos de nuestras migajas. El taxi ya no es para el que lo trabajaba.

¿Y para quién, si no? En Madrid pasará lo que pasa en muchas grandes capitales del mundo occidental, y sobre todo en Nueva York, donde las antiguas fratrías de taxistas irlandeses fueron dejando el negocio por las mismas razones, hasta que apareció una segunda generación de ucranios y moldavos. Casi ninguno hablaba inglés, su conducción era a veces un poco esteparia, y, como muchos acababan de llegar a la Gran Manzana, las direcciones casi nunca les sonaban. También florecía la piratería, unos vehículos de tapicería floreada que se ofrecían a llevarte a tu destino por menos precio: el top manta del taxi.

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Hay por tanto que dejar tiempo a nuestros nuevos vecinos de Quito o de Er-Rachidia, de Bucarest o Dakar, para que vayan haciéndose al callejero de Madrid y en unos años dispongamos de nuevo del servicio, sin tener que entonar, como hace Manrique, un desolado final en el que lo perdido sólo halla consuelo en la memoria.

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