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Columna
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Tiempo de niños

Hay en Jaén, según contaba hace dos días Ginés Donaire en estas páginas, una asociación de padres que temen a sus hijos, adolescentes impulsivos, pegadores, díscolos y tiranos, chantajistas. Pésimos estudiantes, incontrolables en clase y fuera de clase, horrorizados por el colegio y expulsados, desobedecen, se vuelven contra el padre y la madre, atacan. Los especialistas no quieren tratarlos: les temen y culpan a los padres de la conducta de sus hijos, niños que martirizan a otros niños y eran encantadores un año o un mes antes, transformados de pronto en monstruos.

Estamos descubriendo en estos tiempos una maldad específica de la adolescencia, aunque ahora mismo me acuerdo de una novela de los años 50 publicada aquí en los 80, Los cuclillos de Milwich, de John Wyndham, que ya trataba de unos niños perfectos, altos y rubios y asesinos, de otra especie, extraterrestres. Olvidándome de la ciencia-ficción, creo que nuestros casos de maldad juvenil son excepcionales, motivo de tratamiento especial, médico-policial. Es lo que piden los padres de Jaén. Pero también recuerdo que la cultura de estos años es nerviosa, violenta: cultiva la caradura, el gusto por el dinero rápido, la bestialidad. El cine preferido sigue siendo el americano, la carcajada de patear caras, reventarlas a tiros, romper dientes.

Es estupendo, y, en cuanto acaba de destrozar al enemigo con el máximo de crueldad directa posible, el héroe pone los pies encima de la mesa, o un pie en la pared, y devora un bocadillo salvajemente, urgentemente, sin masticarlo. Y luego viene la publicidad, que exige velocidad, como la televisión: nada de pensar, hay que sentir, rápidamente, automáticamente. La indolencia de ver la televisión se une a la impaciencia de tener todo lo que vende la televisión. Es eso que decía un creador publicitario: mi trabajo consiste en hacer que la gente se sienta infeliz para que compre lo que le puede quitar la infelicidad.

Marco Lodoli, escritor en Roma y profesor de enseñanza secundaria, dice que la vida y la escuela existen en dos tiempos distintos. La rapidez de un programa televisivo o de una película de exaltación de la fuerza son incompatibles con los pupitres, las asignaturas complicadas, los profesores que jamás saldrán en televisión a no ser que les pegue un alumno o su padre. A un alumno se le pide paciencia, porque no se nace sabiendo, y estudiar cuesta y cansa. Es largo y lento el tiempo de la escuela. El mundo televisivo, publicitario, cinematográfico, es rápido. Son dos mundos que chocan, dos tiempos muy distintos. Y este choque disgusta bastante a algunos niños.

El mundo a paso de tortuga de la escuela es una pérdida de tiempo para el adolescente que quisiera liquidar todas las horas de estudios inútiles, la lentitud del aprendizaje, y prefiere el tiempo rápido de la televisión y el cine de éxito, de los videojuegos de liquidación fulminante y electrónica de enemigos en masa. A estos niños ni siquiera se les ha pedido que aprendan de sus padres. Lo veo en locales públicos: el niño preside la reunión, todos lo miran sonrientes, no oye a sus mayores para aprender a hablar. Los mayores aprenden a hablar como el niño: todos con voz de dibujo animado nipón, voz humana chillona o alarido animal que el niño ha aprendido en la televisión, la principal educadora de padres e hijos.

A veces el niño percibe la desatención del padre, y, si lo tiene al alcance, le larga un cabezazo contundente. Lo he visto en directo, y no sé si esto guarda alguna relación con el hecho de que estemos en guerra, aunque sea una guerra remota, casi invisible, en Oriente, en Afganistán e Irak. Creo que la guerra se nota en que hay menos dinero en la calle, menos Navidad, un apagamiento a pesar de la multitud de luces. Quizá el apagamiento aumente el nivel de angustia juvenil, ese quererlo todo rápido, a una velocidad de publicidad automovilística trucada, en un momento en que resulta paradójicamente más difícil entrar en el mundo que se consideraba adulto: el trabajo, la seguridad laboral, una casa.

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