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Columna
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El gran belén

Confieso que un día quise ser belenista, fue una breve etapa de la infancia, seguramente la que medió entre querer ser piloto, de guerra, y millonario; en menos de un año pasé del idealismo bélico al pragmatismo civil cuando me di cuenta de que con dinero uno podía ser belenista, aviador o lo que le diera la gana en sus ratos libres que serían todos. Supe que el belenismo era un oficio posible, cuando una tía mía me llevó en Navidad a visitar el belén monumental e histórico de la Asociación Nacional de Belenistas, en la calle de Trafalgar, un nacimiento casi de tamaño natural con su río de grifo, sus constelaciones de bombillas, sus montañas de corcho y sus praderas de musgo natural. Hoy, a los esmerados artesanos les hubiera caído un multazo ejemplar y la condena de todo el aparato ecologista, el corcho y el musgo están muy protegidos y derrochar luz y agua, aunque sea con fines edificantes, está muy mal visto. La palabra belenista no viene en el diccionario de doña María Moliner, que a cambio recoge tres definiciones para Belén, la primera mayúscula y geográfica, la segunda artesanal y religiosa y la tercera adscrita al lenguaje coloquial para significar barullo, cosa o sitio en el que hay mezcla de distintas cosas en desorden, lío o asunto que se presenta complicado y expuesto a disgustos, como en la expresión: no quiero meterme en belenes.

En los belenes de los belenistas más o menos profesionales había mezcla de cosas distintas, pero el desorden había sido reemplazado por un orden campesino y bucólico volcado en un paisaje imaginario de montañas, huertas y desiertos, con sus urbanizaciones de casitas blancas, las más modestas y lejanas fabricadas con cajas de cerillas, con el siniestro castillo de Herodes al fondo y el humilde pero concurrido portal en el lugar de honor. En los belenes domésticos el orden lo ponían los adultos, y el caos, en cuanto se daban la vuelta, los niños que insistían en darle animación y movimiento a aquel paisaje estático, propiciando la promiscuidad entre lavanderas y pastores, ángeles y soldados romanos, patos y cerdos. Lo de introducir ganado porcino en el paisaje bíblico de Judea y Palestina, no es una provocación religiosa sino una licencia artística y una muestra de sencilla y pura religiosidad popular. Así se lo tuve que explicar hace unos días a un amigo musulmán estupefacto ante un escaparate de figuras de belén, presidido por un conjunto escultórico en el que tres individuos con chilabas y turbantes palestinos procedían a la matanza de un gorrino a la usanza de Castilla y Extremadura, para mayor "realismo" el grupo estaba provisto de movimiento mediante un ingenioso mecanismo eléctrico invisible.

Frente al monolítico y previsible árbol de Navidad, el nacimiento representa la imaginación y la diversidad y resulta mucho más lúdico y pedagógico. Hay tantos belenes como belenistas y los hay de todos los materiales y procedencias, de miga de pan o de alabastro, de barro cocido o de Lladró, de América y de Filipinas. Y también hay belenes vivientes, representaciones teatrales que suelen llevarse a cabo en poblaciones rurales y típicas. Si en un alarde de imaginación, dispusiéramos trasladar a Madrid ciudad uno de estos belenes en vivo, las humildes ruinas del establo se transformarían seguramente en cobertizos de obras, chamizos de cartón o túneles en construcción. No cabe duda de que sería un espectáculo realista y sobre todo edificante; aunque el belén, belén, el gran belén de Madrid, una ciudad que siempre se mete en belenes, barullos, líos y asuntos complicados y expuestos a disgustos, se encuentra este año en la terminal 4 del aeropuerto de Barajas y es el belén armado por Air Madrid, una compañía nacida con mala estrella y peor gestión que ha convertido a la temible T-4 en un belén gigante, en un enorme establo donde habitan estos días multitudinarios rebaños (como tales los tratan) de presuntos viajeros, nómadas insensatos que confiaron en una mala compañía, atraídos, o forzados por la baratura de unos billetes que resultaron ser para no ir a ninguna parte. En el gran belén de Barajas faltan los ángeles, se han ido los pastores y los servidores de Herodes han abandonado sus garitas tras echar el cierre. A este belén viviente de Barajas sólo le falta un parto emblemático en el portal de una hamburguesería para cerrar su cuento negro de Navidad.

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