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El negocio de la muerte

Ramón Lobo

Los diamantes siguen siendo la maldición de Sierra Leona. Después de financiar una guerra durante 11 años hoy enriquecen a unos pocos (buscadores de fortuna y políticos ladrones) mientras que el país se hunde en la miseria ahogado por la corrupción.

La guerrilla sierraleonense del Frente Revolucionario Unido (RUF), una creación del liberiano Charles Taylor (antiguo señor de guerra, presidente después y hoy preso internacional en una celda de La Haya acusado de genocidio) fue el instrumento para sacar los diamantes en dirección a Liberia, desde donde volaban hacia Holanda, Israel y Líbano. Allí, los mejores especialistas les daban la talla más hermosa y con esa labor borraban la posibilidad de seguir su rastro para saber su procedencia.

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En 1995, pilotos mercenarios, surafricanos y europeos, de la antigua Executive Outcomes, la que fuera la primera empresa mundial de mercenarios (hoy disuelta o multiplicada en una larga lista de nombres) bombardearon la zona diamantera de Kono para desalojar a la guerrilla. El negocio de las piedras pasó de manos rebeldes a las del Gobierno, pero su recorrido posterior no fue diferente: Amberes, Tel Aviv y Beirut. Lo mismo sucedió con las comisiones: volaron de unos comisionistas a otros, pero siempre bien lejos del beneficio de la mayoría.

En Angola, los diamantes financiaron una guerra civil de 27 años que destrozó uno de los países más ricos de África. Mientras que un bando y el otro regaban el país de minas antipersonas (hay enterradas más que personas vivas sobre ellas), otros hacían el gran negocio lejos del campo de batalla: piedras a cambio de armas.

En la República Democrática de Congo, la historia se complica; afecta además al oro y a los llamados minerales estratégicos. Como en el caso del coltan que recubre las baterías de los teléfonos móviles y de las videoconsolas. El 80% del coltan mundial está en África y el 80% de esa cantidad en Congo. Los años de guerra en el este del país (entre 1998 y 2003) fueron tiempos de bonanza para los comerciantes sin escrúpulos: el minero recibía un dólar por kilo mientras que en Londres cotizaba por encima de los 400.

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