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Columna
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Embustes heroicos

Un crítico literario que me honra con su amistad protesta a veces por el glamour que alcanzan los escritores malditos. Recuerda que los escritores malditos muchas veces están mimados por el público y la crítica. "Son malditos", suele decir, "pero ocupan más páginas que nadie". Y tiene razón. Claro que el escritor maldito es sólo una de tantas versiones del antihéroe y el antihéroe es, a su vez, personaje señero en el martirologio de la modernidad.

La condición estética y moral del antihéroe relaciona a este personaje con el sufrimiento, el anonimato, la soledad, la incomprensión. Pero, por más que se adjudiquen ese papel escritores, artistas, intelectuales, practicantes de profesiones inverosímiles o titulares de vidas extravagantes, a nadie le gusta experimentar en carne propia el sufrimiento, el anonimato, la soledad o la incomprensión; no digamos la pobreza, la enfermedad o la agonía. Con la importante excepción del cristianismo, el mundo no ha dado cosmovisión que desarrolle de forma convincente una ética sobre el dolor, y haga de él una oportunidad, aun en las peores condiciones, para dignificar al que lo padece y a los que le rodean. Los antihéroes (que, por razones obvias de prestigio, no suelen ser cristianos) sí asumen, sin embargo, la estética del padecimiento y confiesan sin recato una relación íntima con el dolor, la pobreza y la persecución, aunque ello genere enormes contradicciones entre la teoría y la práctica. Así, a los poetas malditos se les dedican monográficos en los suplementos literarios; los cantantes que defienden la selva amazónica viajan el limusina; los fustigadores del poder constituido reciben medallas en los ministerios; y los confidentes de los políticos (de este, ese o aquel político) lucen en la pechera de su informal jersey de lana la medalla de una engañosa independencia.

Entre los peores productos de la modernidad está la apología de los sentimientos negativos y de las conductas asociales. Y esa perversión, que se extiende de las clases opulentas hasta el proletariado, se la debe nuestra sociedad a la funesta influencia del antihéroe. Pero en la vida real el antihéroe no es idiota y huye de los padecimientos y de las inclinaciones negativas con la misma convicción con que lo hacen los seres humanos, al margen de que en público repita hasta la náusea que frecuenta la penalidad, tanto por voluntad propia (el alcoholismo, la drogadicción, las tendencias autodestructivas) como por imposición ajena (la censura, la persecución, la cárcel). El antihéroe ha alcanzado tal prestigio moral que el deshonor sólo es imputable a aquellos que tengan el mal gusto de confesar su fe en el trabajo, el orden o la palabra dada. El antihéroe escupe violentamente sobre esas pacatas virtudes; otra cosa es que las practique cuando convenga: de otro modo, no habría llegado adonde está. Bastante conservador (acaso más que nadie) en los hábitos de su vida privada, el antihéroe exhibe en público rebeldías, enfermedades o fracasos, aunque el final siempre acierte a la hora de elegir sus amos, goce de una salud de hierro y multiplique premios, medallas y nombramientos.

En la web de una célebre escritora se consigna como una de sus ocupaciones principales "denunciar los atropellos a que nos somete el poder". La valerosa atropellada reseña también el sentimiento solidario que le inspiran los atropellos no menos alevosos que padecen como ella los seres humildes y sencillos del planeta. Pero a continuación no se resiste a mencionar también los grupos empresariales con los que edita o colabora, los discursos que ha pronunciado en la sede de la Comisión Europea, las insignes Orden de la Legión de Honor y Cruz de la Generalitat que ha conquistado, el alto cargo que ostenta en un ministerio español o el pregón que firmó para la Fiesta Mayor de Barcelona. Nadie duda de sus méritos para haber accedido a tan altos reconocimientos, pero de eso a presumir de atropellada va una miaja de desvergüenza. Claro que a lo mejor ese es el verdadero destino del antihéroe: no alcanzar jamás lo que desea. Ante la envidiable posibilidad de ser víctima del poder constituido, el papel de señorona del régimen reinante debe de resultar todo un calvario.

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