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Columna
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Las alegres luces de la Navidad

El pertinaz pesimismo que sienten muchas personas frente a la Navidad es una consecuencia del alumbrado. Los Ayuntamientos siguen creyendo irreflexivamente todavía que engalanar las calles con incalculables bombillas adicionales y abundantes guirnaldas de lucientes colores contribuye a procurar franca alegría a la población, pero olvidan los significados más ambiguos de la luz y su relación con los hechos de la Naturaleza.

Las luces nocturnas en verano llevan directamente a la verbena y en su jolgorio propician la lujuria o el amor romántico con desahogada facilidad, pero esa misma constelación instalada en pleno invierno conduce invariablemente a la melancolía y a la simbólica vecindad del funeral.

La luz puede ser la voz de una hoguera pasional o el silbido del fuego fatuo, el anuncio de un destino prometedor o la señal de su final trágico. Como las demás Grandes Categorías del universo, la luz no es esto o aquello, sino la Ambigüedad.

A la manera del agua, la luz se asocia igualmente a la fertilidad -"dar a luz"- o al delirio irremisible de los alucinados, envenenados de luz. Tanto los alcaldes como su séquito de funcionarios carecen de información para sopesar los riesgos de las Grandes Categorías, pero deciden sumariamente sobre estas delicadísimas cuestiones.

El embellecimiento deliberado y ostentoso de todas las grandes ciudades a lo largo de noviembre, diciembre y enero, provoca, año tras año, una sensación de embalsamamiento urbano o de gran celebración de pompas fúnebres tan inconfortable para el espíritu como de dudoso mal agüero.

Sin adorno alguno y con la estricta temperatura de invierno, las calles y plazas observan el discurrir natural de la vida, la vida transcurriendo con naturalidad. Pero engalanadas, emperifolladas de luz, se transforman en una vertiginosa expresión de máscaras que sólo divierten de verdad a los niños, especialmente ilusionados con la experiencia del terror.

Mientras en los veranos todo plus de claridad se amiga con el barroco solar, la flaqueza del invierno repele de forma natural e inteligente el exceso. Cada estación posee su ética y su estilo propios.

No se difunde por tanto ahora un contento sano y cabal sino enfermizo y melancólico. A más fulgor, más desazón; a mayor esplendor, mayor zozobra. Desestimar estas ecuaciones esenciales y secretas hace reincidir en el mal una Navidad tras otra.

El portentoso número de pesimistas navideños registrados en los últimos decenios debe considerarse proporcional a los miles de watios agregados por las alcaldías. Una dosis de luz ajustada al carácter de la estación otorga continuidad a la jornada y la noche pertenecerá sin fractura a la especie del día, pero el superencendido viene a instaurar un estado de excepción que termina con el tiempo regulado e introduce el reino de la temida excepcionalidad. Así, por obra de la autoridad municipal, la Navidad acentúa su cariz pésimo y su histórica potencia de desolación.

Procuramos superar esta escenografía invasora intentando conservar la máxima entereza, pero muchos renegados optan ya por escapar al extranjero y dirigirse mediante largos viajes a zonas remotas del low cost donde se intenta recuperar la otra vacación sin ornamento. O, también: si el ornamento fue un crimen para Loos, el asesinato de la serenidad navideña se encuentra en las rudas manos del regidor.

¿Se caerá en la cuenta alguna vez? ¿Se escuchará el propagado malestar del gentío, la angustia que la muchedumbre segrega desde que se declara oficialmente estrenada la vistosa iluminación? ¿Valdrá de algo, en fin, la dulce pesadumbre que cunde entre las familias y amigos para combatir el artificio que cambia el recogimiento en purgatorio y el gozo acaso en las flamantes exequias de supuesto cadáver superior?

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