Pastores sin privilegios
La Conferencia Episcopal ha reclamado su derecho a participar en la vida política y el resultado ha sido una controvertida instrucción pastoral que lleva por título Observaciones morales ante la situación actual de España. En este documento, la asamblea de los obispos españoles ha entrado de lleno en cuestiones como las relaciones entre la Iglesia y el Estado y las tensiones territoriales, consideradas como dos de los problemas históricos, y más conflictivos, a los que la Constitución de 1978 dio por primera vez una respuesta consensuada.
Los principios establecidos entonces deben seguir siendo el marco para corregir las disfunciones que hayan podido surgir en este tiempo. La no confesionalidad y la colaboración entre el Estado y las confesiones religiosas, incluida la católica, no pueden estar a merced de interpretaciones interesadas de ninguna de las partes: existe un Tribunal Constitucional cuyas decisiones obligan a todos. Tampoco lo debería estar la estructura autonómica del Estado, cuyo objetivo es canalizar los problemas territoriales o identitarios hacia un debate racional sobre competencias y financiación, y no hacia disputas ideológicas sobre el ser de España. Una cosa es exigir a quienes propugnan la secesión argumentos que demuestren su necesidad o conveniencia, más allá de los meros deseos, y otra considerar la unidad de España como un bien moral incuestionable.
Al publicar su instrucción pastoral, los obispos han ejercido un derecho legítimo para cualquier ciudadano, del que no pueden verse privados por su condición de representantes de la Iglesia. Pero, al hacerlo, están obligados a aceptar el deber correspondiente: someter sus puntos de vista a la crítica, sin reclamar una intrínseca superioridad moral. O ministros de su religión cuando se refieren a materias propias de la fe, o ciudadanos cuando hablan sobre lo que es común a creyentes y no creyentes. Pero no instancia moral universal para asuntos temporales, que supondría otorgar a unos ciudadanos el privilegio de actuar como instancia suprema de legitimidad, por encima de las instituciones representativas elegidas por los ciudadanos.
Por lo demás, las rotundas tomas de partido de la instrucción pastoral colocan a los obispos españoles ante flagrantes contradicciones con su comportamiento ciudadano. Poca credibilidad puede tener una organización que reclame por un lado el respeto a las decisiones judiciales en materia de política antiterrorista, pero desafíe por otro a los tribunales cuando se pronuncian desfavorablemente sobre los casos que le afectan, como las denuncias por pederastia contra algunos sacerdotes o las sentencias sobre despidos improcedentes de profesores de religión. Resulta llamativo que los obispos denuncien el supuesto proyecto de imponer el laicismo como religión de Estado, describiéndolo como "antesala del totalitarismo", cuando, por su parte, exigen que la materia escolar de religión sirva de catequesis católica imperativa, como si la enseñanza hubiese de ser el instrumento para algo, esto sí tan totalitario y en realidad de otra época, como sería unificar a los españoles por la creencia. También sorprende que la Conferencia Episcopal eleve la unidad de España a categoría de bien espiritual obligatorio para todos los ciudadanos, cuando los propios obispos no han sido capaces de obtener la unanimidad alrededor de un simple documento.
Ante las crecientes evidencias de que los obispos aplican un doble rasero en cuestiones políticas, según convenga a sus intereses, cabe preguntarse si la mejor respuesta es la que ha proporcionado el partido socialista al hacer público el manifiesto Constitución, laicidad y educación para la ciudadanía. El documento es fundamentalmente una simple reacción a la instrucción pastoral y, por eso mismo, convalida el error episcopal de pronunciarse como si no existiese el pacto constitucional sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado. El manifiesto socialista reitera la posición de fondo de una parte de los españoles, seguramente mayoritaria, sobre esta materia, pero no el acuerdo alcanzado con la otra parte en 1978.
Como ciudadanos, la lealtad debe estar, no con las respectivas posiciones de partida, sino con lo que entonces se pactó y sigue en vigor. De acuerdo con este criterio, un partido de Gobierno, como es el socialista, haría mejor en denunciar por inconstitucionales los Acuerdos de 1979 entre la Iglesia y el Estado que en publicar manifiestos que, por más que reflejen el anhelo de muchos ciudadanos españoles, colocan el debate con la Conferencia Episcopal en un terreno de nadie, como si las reglas de la mutua relación estuvieran aún por inventar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.