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BARCELONA MUSEO SECRETO
Columna
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Donde duermen los trenes

El otro día, en un tren de cercanías, escuché una conversación entre dos viajeros apasionados. "¿Pero duerme en Martorell?", preguntaba uno, y el otro respondía que no, que el tren dormía en Maçanet. Lo sabían todo sobre trayectos, horarios y modelos. Supuse que no estaban solos en su devoción, y luego al llegar a casa confirmé en Internet la sospecha: los adictos a los trenes forman una comunidad muy numerosa. Hay asociaciones de amigos del ferrocarril -no sólo en Barcelona, en toda España, asociadas en una federación- y círculos ferroviarios a los que no se les escapa nada sobre horarios, líneas y si tal convoy es un viejo modelo de la serie 1.000 o uno moderno de la serie 5.000. Un foro de aficionados convoca a una excursión para visitar unas cocheras, se vota para decidir cuáles, y un 33 % se decide por la de Quatre Camins... Se trata, probablemente, de ciudadanos correctos y cumplidores de sus obligaciones, pero presentan esta peculiaridad: no les basta con que el tren, el autobús o el avión les transporte, sino que quieren conocer los detalles de cómo funciona el mundo.

Es fácil encontrar la web no oficial de Renfe, la web no oficial del metro, la del Tramvia Blau, y en Youtube, una película sobre la demolición, en diciembre del año 2004, de las cocheras de los ferrocarriles de Sarrià, que recoge el momento en que el brazo articulado de una máquina irresistible como un insecto metálico procedente de La guerra de los mundos, de H. G. Wells, embiste los últimos tinglados, que se desploman en una nube de polvo apocalíptica, oscureciendo el cielo. Un cortometraje interesante, sobre todo para quienes contemplamos muchas veces desde la pasarela de la estación esas cocheras. Ahora creo que esos ferrocarriles de la Generalitat duermen en Reina Elisenda, aunque alguno se queda en la plaza de Catalunya, para el primer trayecto de la mañana.

En los años sesenta un periodista muy conocido escribía en sus famosas Rumbas que cuando el peso del mundo se le hacía insoportable se iba a la estación para ver partir los trenes hacia París, ciudad que representaba la vida plena. Confortado por esa posibilidad de fuga, garantizada por los trenes que se iban, aunque sin él -igual que los personajes de Eljsberg, en la costa, de Onetti, paseaban por los muelles sin poder subir al barco-, regresaba a la ciudad rutinaria como vuelve a pernoctar en la prisión el cautivo con régimen abierto.

De este modo el periodista prolongaba el culto a París y el culto al tren, que se remonta al siglo XIX y que ilustra el largo poema de Campoamor El tren expreso, cuyos primeros versos se han aprendido nuestros poetas, generación tras generación, para hacer de ellos befa: "Habiéndome robado el albedrío/ un amor tan infausto como mío,/ ya recobrados la quietud y el seso/ volvía de París en tren expreso". En verdad esas rimas apenas mejoran cuando el poeta describe con vigor los fenómenos espantables que observa desde la ventanilla. El tren corta la noche lanzando gemidos lastimeros, alrededor todo son sombras, humo y chispas... y en el vagón, una joven rubia, francesa, pero tan interesante que merecería ser morena y sevillana, intercambia confidencias con el poeta.

Noche y tren siempre han ido bien juntos, formando una pareja muy sugestiva para la literatura y en el cine. A Delvaux, igual que a Campoamor, no le bastaba con la noche y el tren, de manera que en sus cuadros agregaba algunas muchachas, incongruentemente desnudas, para mayor onirismo. Esa pareja también puede ser pavorosa, como en el sueño de Ana Karenina donde un oscuro infrahombre que camina encorvado por el andén golpeando los bajos de un vagón prefigura al campesino siniestro que Ana verá en la misma actitud minutos antes de arrojarse al tren...

Como ya París no supone alternativa, pues ha perdido su douceur de vivre, y además ya escribió Kavafis que lo que has destruido en tu ciudad lo has destruido en todo el mundo, no vale la pena ver los trenes que parten hacia el norte, sino quizá los trenes durmiendo en sus apartaderos periféricos, los trenes vacíos y quietos que los ferroviarios llaman "material vacío". Los de largo recorrido duermen en las instalaciones de la Renfe detrás de la estación de Sant Andreu Comtal. Bajo el puente del Palomar, junto a La Maquinista, se extiende ese panorama espacioso y despejado, estampa antigua del mundo industrial con el encanto modesto del trabajo y las máquinas: la madeja de vías que se hunden en los tinglados de reparación. Seis convoyes durmiendo, el uno al lado del otro. Hacia ellos, bajo la enmarañada tela de araña de las catenarias extendida sobre los raíles y el terreno salpicado de travesaños podridos, bidones, depósitos, cables, mangueras, tuberías, chapas abolladas y agujas de cambio de vías, se desplazan otros dos trenes lentos. Cuando pasan bajo el puente, el pasamanos vibra. Arriba el ancho cielo está encapotado, y abajo los raíles engrasados lanzan destellos mortecinos.

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