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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Joaquín Sorolla, visto y leído

José-Carlos Mainer

Mientras aún podemos ver en el Museo Thyssen el deslumbrante diálogo de los cuadros de Sorolla y Sargent y esperamos que, para otoño de 2007, lleguen a Valencia los poderosos lienzos de la serie española de la Hispanic Society, bueno es que hablemos del caso de Joaquín Sorolla. Felipe Garín y Facundo Tomás nos recuerdan -en esta estimulante introducción al pintor, que se lee (y se ve) de un tirón- que, en 1907, un artículo de su amigo Blasco Ibáñez le llamaba "nieto de Velázquez, hijo de Goya". Y recuerdan que el encarecimiento corrió por bueno a lo largo de treinta años aunque, al cabo de ellos, la fama del pintor quedó convertida en un fervoroso culto local o en una aprobación teñida de cicateras reservas (comercialidad, superficialidad, falta de auténtica evolución...).

JOAQUÍN SOROLLA (1863-1923)

Felipe Garín y Facundo Tomás

Tf. Editores, Madrid, 2006

487 páginas. 35 euros

Los autores de este libro, que nunca han sido reos de este menoscabo crítico, pretenden ahora "reivindicar la figura del pintor desde esta época posterior a la modernidad", conscientes de que Sorolla ha sobrevivido a la tiranía de la vanguardia y a su "priorización del discurso sobre la figura, o si se prefiere, independización del espíritu respecto a la materia".

Algo de eso ha habido, y también hay un poco de exageración en la apodíctica y casi provocativa manera de formularlo. Pero es cierto, recuerdan los autores, que entre el éxito americano de las exposiciones de 1909 y 1911, rematadas con el gran encargo de Archer M. Huntington, y el silencio que acogió la exhibición del trabajo en 1926, medió nada menos que la exposición de Armory Show y un insidioso desnudo bajando una escalera, que llevó tras de sí a la pintura moderna por muy otros derroteros... Quizá lo que más se ha de agradecer a la posmodernidad (y, de paso, a la sistemática y feliz manía de las "revisiones") es la posibilidad de que sumemos a Sorolla y Duchamp, a Dalí y Klee, a Chagall e Yves Klein, sin avergonzarnos de los primeros ni vernos obligados a entrar en trances místicos ante los segundos.

Pero enfocar el actual acomodo del pintor en el canon no es el principal mérito de este libro. En ese orden de cosas, yo diría que lo es haber reparado en la centralidad que la pintura de 1890-1920 tiene en la discusión intelectual acerca del sentido del nacionalismo estético español en esas mismas fechas. Me remito a las numerosas y bien elegidas citas de Unamuno, Baroja, Maeztu, Blasco Ibáñez, Juan Ramón Jiménez, Pérez de Ayala o Valle-Inclán que aquí se traen a capítulo; es patente que las lobregueces de Zuloaga y los blancos de Sorolla, o la pátina litúrgica de Romero de Torres, fueron estímulo y palenque de ese fascinante "problema de España", sin olvidar la parte que cupo a Isidre Nonell, a Rusiñol y Mir, y a los pintores de la Asociación de Artistas Vascos. En buena medida, el "problema de España" pasó a ser el problema de cómo pintarla y, en lo sucesivo, los historiadores de la literatura y los practicantes de la historia intelectual tendremos que tenerlo muy en cuenta.

A todos nos vendrá muy bien este libro que no es otra biografía de Sorolla (ya tenemos la de Blanca Pons-Sorolla), pero sabe acercarse aquí y allá a aspectos fundamentales de su vida. No es tampoco la tentadora historia profesional y comercial del artista, que sería tan fascinante, pero también se le aproxima muy a menudo, cuando habla de los encargos, de la gradación de los géneros, de las afinidades políticas o de la conciencia de su propia obra. Todo esto han decidido hacerlo Garín y Tomás a través de la descripción y el comentario de una selección de cuadros del pintor. Así, las páginas dedicadas a los retratos de Clotilde, la esposa del artista, valen por un capítulo biográfico, sin dejar de ser espléndidas "lecturas de cuadros" (como Madre). Y las reflexiones sobre las "pinturas sociales" de los años noventa (atención a Triste herencia) y las apreciaciones sobre el sentido del paisaje o las figuras (destaquemos lo que se dice sobre La bata rosa) valen por toda una monografía acerca de la sensibilidad de su época.

El capítulo final, La visión de España, se dedica al programa iconográfico de la Biblioteca neoyorquina de la Hispanic Society y es, sin duda, anticipo del libro que ya preparan los autores con motivo del regreso de los lienzos. El lector retendrá las notas, tan entusiastas y expresivas, a propósito de El palmeral de Elche y Ayamonte. La pesca del atún. Y se quedará, como yo, deseando que en futuras ediciones se extiendan algo más acerca de las coincidencias y los motivos del nacionalismo regionalista que aconsejó a Sorolla cambiar la orientación del encargo: Huntington quería cuadros de historia y Sorolla decidió que fueran ese friso de hombres y bestias, de colores inesperados y blancos portentosos, de manchas y siluetas, que todavía habita en una avenida del alto Manhattan, cerca de Harlem, que parece el decorado de una película de Spike Lee. Para una próxima edición de su libro, me permito aconsejar a sus autores que dediquen un capítulo adicional a ese precioso teatro de la memoria que es el Museo Sorolla de Madrid, donde se hace evidente que la alfarería y los cuadros, los jardines y las amplias salas, y hasta el emplazamiento urbano -casi enfrente de la sede de la Institución Libre de Enseñanza, a la que Sorolla quiso tanto- son todo un retrato moral del pintor. Y el que fuera la República española el régimen que lo inauguró como museo en 1932, es, de añadidura, todo un símbolo...

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