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Columna
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Territorio

La opinión publicada, la escena político-institucional, el gallinero, en definitiva, se debate en un aparente debate identitario que no deja de ser una estéril batalla terminológica en la que cada uno desinhibe, consciente o inconscientemente, sus supersticiones ideológicas. Que sí "nación", "nacionalidade histórica", "realidade nacional", "nazón de Breogán". La discusión es buena en sí misma, pero mejor sería si nos sirviese de confrontación con nuestras condiciones de vida y con la calidad de nuestros derechos civiles.

La identidad no sería, pues, una cuestión puramente conceptual o de derechos históricos, sino un vector esencial de la libertad, la democracia y la solidaridad. La identidad no es una cuestión de esencias, sino de conciencias y derechos. En algún lugar he afirmado que le reconocería el derecho de autodeterminación hasta a las comunidades de vecinos de los edificios. En el día a día, la ciudadanía vive tan ajena al reconocimiento histórico de una patria gallega como de la fanática defensa de la unidad de España. Somos un país a escala humana con una historia de trabajo, creación, sobrevivencia y emigración. No hemos invadido a nadie ni le hemos declarado nunca la guerra a ningún otro territorio o grupo humano del mundo.

Esta obviedad, casi ingenua, no deja de legitimarnos para que decidamos libremente sobre nosostros mismos. Para que decidamos cómo gestionar de la forma más racional, próxima y solidaria nuestros derechos democráticos. Para mí, no cabe duda que a cuanto más autogobierno más democracia. Más eficacia en la gestión de nuestros recursos, nuetras condiciones de vida y trabajo y nuestra forma de relacionarnos con el resto del mundo.

Paralelamente a esta discusión, coinciden en el tiempo una serie de circunstacias, percibidas como sobresaltos y que tienen en común la territorialidad. Me refiero a los incendios forestales, las inundaciones sobrevenidas, la contaminación marítima, el urbanismo o, incluso, las sucesivas noticias de deslocalizaciones o cambios en la propiedad empresarial. Todo ello está en relación estrecha con la gestión racional de nuestro territorio, es decir, de cómo queremos ocuparlo, explotarlo, conservarlo y regularlo. Y eso sí que tiene que ver con el día a día de todos y cada uno. Me siento incapaz de esgrimir una solución adecuada y definitiva a cada una de estas situaciones, pero sí quiero invocar un ejercicio de elevada sinceridad colectiva que nos permita, por lo menos, acertar en el diagnóstico del alcance de todos estos problemas.

Y pongo un ejemplo: la malicia, sobre todo la ajena, nos puso en guardia en los años ochenta para aceptar como un estigma que Galicia era Sicilia respecto al problema del narcotráfico, pero eso no debió haber servido de opacidad para percibir las distrofias reales de nuestro producto interior bruto y de nuestra economía productiva. Lo mismo con el urbanismo, Galicia no es Marbella, efectivamente, pero en ordenación y persecución de la corrupción tendremos que ser especialmente inteligentes y eficaces. Es posible que el dinero sea apátrida, pero no lo son la ubicación de los medios de producción, la tributación fiscal de las compañías y, desde luego, los puestos de trabajo.

No sé en que medida todas estas cosas son también problemas de identidad o algo más, pero estamos rodeados: los montes arden, el mar se vuelve negro, lo que no se inundaba se inunda, las empresas quieren marchar y se impone la economía del cemento y no del conocimiento. Para toda esta situación quizás convenga echar mano del verdadero manifiesto político y ético que se condensaba en la poesía de las palabras con las que los viejos galleguistas despedían sus cartas: Saúde e Terra.

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