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Columna
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Una mala broma

Hace diez años, un grupo de expertos en arte contemporáneo celebró en Nueva York un debate titulado Tinta simpática: la crítica de arte y el público evanescente. Entre los asistentes, el artista Douglas Blau hizo una observación deprimente: "El mundo exterior nos desprecia y nos odia hasta un punto ciertamente asombroso. En los programas más populares de la televisión, como Murphy Brown o Friends, el personaje del artista es bufonesco, patético y deshonesto... un farsante".

Una encuesta hoy en cualquier abrevadero del Soho londinense no haría más que confirmar las mismas miserias, las de unos personajes que nos aburren e irritan, obsesionados con el éxito y con que sus obras nos recuerden hábilmente que a ellos no se les exige perfección. Sus discursos, palpablemente ofensivos, invitan a una rotunda respuesta de la crítica. Pero todo acaba siendo tinta simpática, los escépticos y volubles predicadores laicos acaban subsumidos en el silencio. La razón se esconde en los bolsillos más grandes. Aquel mismo año, 1996, Gary Hume se presentó al Turner Prize. Perdió frente a Douglas Gordon. No importaba, podía estar en el mercado al año siguiente. Charles Saatchi lo convertiría en una eminencia estética. "Es estupendo", dijo Hume del coleccionista, "sin él, el joven mundo artístico contemporáneo no existiría aquí. Saatchi coge tu obra y gana dinero con ella, pero sin él esta mierda de país sería mucho peor. Compra a gente que te parece una porquería. Pero es el salvador".

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El Turner saluda el regreso de la pintura

El magnífico cinismo de los más henchidos de banalidad ayuda a que el paraíso especulativo en el que vive el arte no sea una cuestión demasiado simplista. Puede que algunos astutos vendedores hayan inventado al artista. Pero los premios, y en especial la crítica simpática, son sus codificadores. Leer erróneamente las conquistas del joven arte británico no era suficiente; el personaje tenía que ser desenmascarado, impugnado.

No sólo no se ha conseguido, sino que estamos en un nuevo episodio de decrepitud obrado maquinalmente por el mercado. El Premio Turner, concedido a la pintora alemana Tomma Abts, es una mala broma. O mejor habría que decir una mala pintura. Descorazonador. No era mucho mejor la del candidato mejor posicionado, Phil Collins, cuya obra revela hasta qué punto la realidad, y no la imaginación, es el último escape de los celos que experimenta el adocenamiento en un artista. El complejo televisivo, Shady Lane Productions, que el artista británico ha colocado en las salas destinadas a la exposición de los premios, en la Tate Britain, para contactar y dar visibilidad a los damnificados o traumatizados por una experiencia en los reality shows y llevarlo, posteriormente, a una gran pantalla de vídeo, es divinamente tópico.

Una manera de celebrar este fracaso sería que en la siguiente edición, que debería ser la definitiva, se haga lo propio con los críticos, y de paso con los artistas y otras profesiones en conflicto. Sería más divertido, y aún más eficaz como polémica.

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