Vestuario
Impulsado por amistosas recomendaciones, fui a ver la película The Queen. No me gustó. No porque no esté bien hecha, sino por la protagonista: como ama de casa, sus problemas de protocolo no me interesan, y como reina, no me interesan sus conflictos domésticos. Las dos facetas de su personalidad en vez de sumar, restan.
Esta idea me vuelve al ver imágenes del Papa en su reciente viaje a Turquía. Su Santidad tal vez es infalible en materia de dogma, pero no lo es a la hora de elegir la ropa. Un abrigo largo, cruzado y blanco como la nieve no se puede llevar ni en un cabaret de Panamá. Esto por no hablar de un báculo que, a primera vista, parece una ristra de percebes. No es un problema de buen o mal gusto, sino de representatividad. Como Pontífice ha de ofrecer al público, fiel o infiel, una imagen que responda a un modelo claro: la descarnada figura de san Jerónimo en su cueva o la oronda magnificencia de Alejandro VI en la Capilla Sixtina. De la confusión creada no se puede culpar a Benedicto XVI, que bastante hace, sino a sus asesores de imagen, a los que debería despedir por no haber entendido al personaje y haberlo vestido de ejecutivo celestial, a la manera de algunas comedias de Hollywood, en las que difuntos desconcertados van entre nubes, vestidos de blanco, al encuentro de un ser benévolo que repasa su vida o los devuelve a la tierra a reparar una existencia vacua. Y lo mismo con el báculo. Hace ya muchas décadas, epígonos de Giacometti impusieron un estilo al arte sacro que pretendía fundir espiritualidad, vanguardia y progresismo. Salvo excepciones, el resultado fue simplemente cutre, lo que no tendría nada de malo si además no pareciera falso.
Las consecuencias de un error estético no son sólo estéticas. Si el Papa supiera vestir el cargo, no habría hecho un viaje oficial a un país con un Estado laico, mayoría musulmana y minorías ortodoxas y nestorianas que siguen rebotadas con Roma desde hace 1.000 años. Y una vez allí no habría intercedido por Turquía ante la Unión Europea, a la que no pertenece el Vaticano y cuyos procedimientos de admisión no son de su incumbencia. Claro que tampoco lo que estoy diciendo es de la mía. Doctores tiene la Iglesia. Lo que no tiene es un buen sastre.
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