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Columna
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América Latina, multipolar

Daniel Ortega, elegido presidente de Nicaragua hace unas semanas, y Rafael Correa, votado con holgura el domingo pasado presidente de Ecuador, el octavo en 10 años, son presuntos izquierdistas radicales que, se dice, vienen a engordar el cortejo de Hugo Chávez, del que casi nadie duda en Venezuela que el próximo día 3 revalidará mandato. La taxonomía política de urgencia puede resultar engañosa.

Así queda América Latina aún más dividida no ya entre derecha e izquierda, sino dentro de esta última sensibilidad, entre socialdemócratas próximos al modelo europeo, como Lula en Brasil, Bachelet en Chile, Vázquez en Uruguay, Arias en Costa Rica, García en Perú y hasta cierto punto Kirchner en Argentina, bien que indescifrable según la pauta peronista, y populistas llenos de ruido como Chávez, el boliviano Morales, y cada día más cerca de la historia, Fidel. Pero los parecidos que se aducen como prueba irrefutable de que esos líderes sólo pueden llevar a sus países al desastre, son un tanto apresurados.

Ortega, el marxista de Sandino reconvertido al catolicismo de su infancia, a quien se parece es al coronel Gadafi. Como el líder libio, a sus 60 años y recuperada la jefatura del Estado que alcanzó como comandante guerrillero, anhela que se olvide que tuvo juventud. No rechazará, si llega, la dádiva chavista, pero lo que de verdad quisiera es que lo homologue Washington, aunque habrá de esperar al menos a que se acabe Bush. Y debatir si la conversión es sincera resulta irrelevante, porque lo sincero es el deseo de que lo tomen en serio. En ello cuenta como aliado a Antonio Lacayo, yerno de Violeta Chamorro, la viuda que lo derrotó en las elecciones de 1990 reclamando a la vez el verdadero legado de Sandino y la unidad de la oposición al sandinismo. Lacayo, que fue jefe de Gobierno con la presidenta y se entendió por necesidad con los sandinistas, que habían perdido la presidencia pero no el Ejército, aparece hoy como una caución internacional al ex revolucionario en la tercera edad. Ortega no quiere ser peón de Chávez, sino epicentro receptor de la ayuda internacional.

Rafael Correa, 43 años, economista, alumno salesiano, es neo-keynesiano en lo económico, soberanista en lo ideológico, populista en lo político, y todo ello remojado en el agua bendita de la doctrina social de la Iglesia. Como dice quien lo conoce bien, José Valencia, presidente de la ONG Participación Ciudadana, es muy poco probable que conjugue la filípica antinorteamericana de Chávez y no tanto porque haya obtenido un doctorado en EE UU, y en su equipo abunden los títulos de las grandes universidades de ese país -Ivy League- sino porque sus objeciones son antes anti-neoliberales que ideológicamente radicales. "Hay muchísimo más Joseph Stiglitz [el economista] que Michael Moore [el cineasta]", dice el ex diplomático y politólogo. Por ello, si asegura que no firmará el TLC, sí está dispuesto a renegociarlo; ya ha dicho que no abandonará el dólar, divisa ecuatoriana desde 2000; y su negativa a renovar la base norteamericana de Manta es más nacionalista que de izquierda.

Ni siquiera Chávez se parece tanto a sí mismo. Al menos no hasta que explique qué es eso del socialismo del siglo XXI; y tampoco mientras se declare, como ha hecho estos días de campaña en Maracaibo, devoto de la chinita o virgen de Chiquinquirá, y cuando conviene se proclama evangélico. Chávez parece todavía un personaje en busca de autor, aferrado de momento al libreto del anti-bushismo, doctrina de la que dista mucho de ser el único creyente.

A todos esos mandatarios les une un grave sentimiento nacional. En Ortega, un poco con sordina; en Correa, con todo el ímpetu del que aún no ha probado sus frutos amargos; y en Chávez, como un aguarrás para disolver diferencias, que él prefiere llamar bolivarianismo. Pero América Latina, de Río Bravo a Tierra del Fuego, la hay en encarnaciones muy diversas. El único que sigue siendo idéntico a sí mismo es Castro, el tribuno fatigado de La Habana.

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