Israel y el lobo
Grupos de hombres, mujeres y niños palestinos han conseguido detener la demolición de algunas viviendas por parte de las fuerzas israelíes, una práctica contra la que, hasta ahora, la comunidad internacional se había sentido impotente. Como tantos otros aspectos sombríos de la ocupación de Gaza y Cisjordania, las voces de alarma han procedido del propio Israel, además, por descontado, de los palestinos víctimas de este género de castigo. La organización del antropólogo Jeff Halper, el Comité contra la Demolición de Casas, del que es coordinador, viene desarrollando desde hace años un intenso activismo, intentando obstaculizar la labor de los bulldozers militares y ofreciendo datos sobre el número de construcciones y personas afectadas.
Amparándose en un principio característico de los procesos inquisitoriales, en los que la responsabilidad de los padres recae sobre los hijos, o de los hijos sobre los padres, como suele suceder en este caso, Israel ha venido ejecutando contra las familias de los terroristas suicidas y sus bienes el castigo que éstos, con su muerte, no podían recibir. En los últimos tiempos la destrucción se había extendido, además, a las viviendas desde las que, según el Ejército israelí, se han lanzado misiles -más de un centenar en estas semanas- contra algunos asentamientos y poblaciones al otro lado de la línea verde. Gracias al Comité contra la Demolición de Casas, gracias a la reacción de algunos israelíes como Halper, se puede comprender mejor lo que está en juego: denunciar la inhumana crueldad de esta sanción, además de su flagrante contravención de las Convenciones de Ginebra, nada tiene que ver con justificar los atentados suicidas ni los ataques contra las poblaciones civiles, se encuentren en el lado de la frontera que se encuentren. Ejecutar un castigo bárbaro en respuesta a un crimen bárbaro no es un acto de justicia, sino la generalización de la barbarie.
Los medios israelíes y, con ellos, la mayor parte de la prensa internacional, se han hecho eco del desconcierto que embarga al Gobierno de Olmert. La respuesta de los habitantes de Gaza y Cisjordania ha sorprendido a unos dirigentes que, a juzgar por sus acciones, han tratado de suplir, no ya la búsqueda de un arreglo con los palestinos, sino, incluso, la simple formulación de una estrategia sostenible para Israel y sus intereses, con un uso de la fuerza militar tan mortífero y redoblado como errático y sin sentido. En realidad, la reacción palestina contra la demolición de casas y el subsiguiente desconcierto del Gobierno israelí son signos de un fenómeno de trascendentales consecuencias, que sin duda había de llegar tarde o temprano, pero que, para desgracia de todos, se ha presentado en una de las circunstancias internacionales más difíciles desde el fin de la II Guerra Mundial. El equívoco desenlace de la invasión de Líbano marcó el punto de inflexión, tras el que se sitúan, entre otros acontecimientos de profundo calado político, los recientes episodios de los escudos humanos: después de medio siglo señoreando sobre la escena de Oriente Medio, la disuasión convencional israelí se ha agotado.
En la ofensiva contra Hezbolá, Olmert y su Gobierno hicieron abstracción del coste en vidas e infraestructuras básicas de los libaneses, una actitud que arrojó una nueva y espesa sombra moral sobre la política de Israel; pero olvidaron, además, que el cuento de Pedro y el lobo admite un desenlace distinto del clásico, en el que sería el lobo, y no Pedro, quien pierde la credibilidad. En resumidas cuentas, Israel lanzó contra Líbano la amenaza de una respuesta militar por las acciones de Hezbolá y, en efecto, la cumplió; pero al final fue la respuesta militar, y no la amenaza, la que resultó fallida. Ahí radica la nueva lógica que comparte la constelación de hechos que está teniendo lugar en Oriente Medio, y de la que forman parte, entre otros, el reforzamiento político de Hezbolá y el desafío a la ocupación que representan los cohetes lanzados desde Gaza y Cisjordania o los escudos humanos. El sobrecogedor e inaceptable nivel de violencia que han alcanzado los ataques y represalias israelíes en los territorios ocupados tienen que ver, en último extremo, con el propósito de recuperar el crédito militar cuando ese crédito ya está perdido. Por más que Israel multiplique el uso de la fuerza, por más que siga esparciendo muerte y destrucción en unas ciudades y unos campos que no le pertenecen, aunque lleve cerca de cuarenta años ocupándolos, nada volverá a ser como antes de la última guerra deLíbano: se trata de una vía sin salida, de una llamarada a la vez de rabia y de miedo, que cosechará oprobio pero no seguridad.
En este contexto de extrema radicalización en Oriente Medio y, al mismo tiempo, de impotencia generalizada, dos de los principales responsables de la guerra de Irak -el tercero se dedica, ufano como si nada, a impartir conferencias apocalípticas y consejos- han comenzado a considerar la posibilidad de implicar a Irán en la salida de una crisis que ellos provocaron, y que ahora no saben ni pueden resolver. El baño de sangre cotidiano en las calles de Bagdad, Basora o Bakuba ha dejado de ser noticia, ofreciendo una prueba adicional de que el poder corrosivo de la rutina afecta, incluso, a las tragedias más sobrecogedoras, como si el llanto de cientos, de miles de padres y madres ante sus hijos, destrozados por las bombas, fuera un único llanto, repetido día tras día hasta provocar un balsámico embotamiento de las conciencias. En cuanto al plano político, el faraónico proyecto de democratizar Oriente Medio a golpe de guerras justicieras, apuntalado en la fantasía de tantos expertos que vendieron como ciencia su inmoral charlatanería, ha quedado reducido a un intento vergonzante de salvar la cara. Ver, llegar, vencer y, a continuación, sacudirse el polvo de la ropa: en este ridículo colofón queda patente que los aspirantes a héroes de nuestro tiempo eran, en realidad, una cuadrilla de insensatos.
El Irán al que ahora quieren volver sus ojos no es, por desgracia, el Irán que existía al comienzo de esta crisis, cuando aún podían concebirse algunas esperanzas. No lo es, en particular, a los efectos que importan para desactivar los riesgos que planean sobre el futuro inmediato de la región y, por añadidura, del resto del mundo: es un Irán que ha salido reforzado y es, sobre todo, un Irán más atrincherado en las posiciones de la ortodoxia de la Revolución islámica. Por más que en la jerarquía política y religiosa de Teherán se puedan adivinar diversas tendencias, lo cierto es que en la presidencia del país se encuentra una más radical, infinitamente más radical que la que había, y ahí, al menos ahí, en esa concreta esfera de poder, hay que constatar un problema añadido, que no existía con anterioridad. Por otro lado, la retórica del Eje del mal, esa innecesaria criatura de la mercadotecnia al servicio de la aventura iraquí, ha desencadenado una retórica simétrica en amplias zonas del planeta y también en Irán, donde el presidente de la República se dirige a Israel e, incluso, a los judíos, a todos los judíos, sean israelíes o no, en unos términos que pretenden ser una réplica, según da a entender, de la "claridad moral", del "sin complejos", del "llamemos a las cosas por su nombre" de la otra parte, invitando implícitamente a una escalada que en un lado sitúe las caricaturas de Mahoma y, en el otro, las caricaturas del Holocausto. El proceso de rearme generalizado constituye, por último, el obstáculo que más puede dificultar el propósito de que Irán se implique en la solución de la crisis, puesto que quienes ahora se plantean pedirle ayuda son los mismos que antes le amenazaban. ¿Es razonable pensar que el régimen iraní aceptaría resolver por delegación el problema iraquí y, al mismo tiempo, renunciar a su programa nuclear, por lo demás siempre formulado dentro de las exigencias del Tratado de No Proliferación y siempre presentado como estrictamente civil?
Es en este punto donde se cierra el círculo infernal que se ha abatido sobre Oriente Medio desde la guerra de Irak y el reciente episodio de Líbano, al quedar frente a frente el agotamiento de la disuasión convencional israelí, por un lado, y el amplio margen de maniobra que ha conquistado Teherán para proseguir su programa de enriquecimiento de uranio, por otro. Transigir con la pretensión nuclear iraní, dentro de unas estrictas garantías, podría resultar aceptable, quién sabe, para las potencias exteriores a la región. Para Israel, en cambio, se trataría de un auténtico anatema, y así lo dijo Olmert en su última visita a Washington, convencido de que el monopolio atómico de Israel en Oriente Medio es ahora una irrenunciable cuestión de supervivencia. De ahí que hayan empezado a escucharse voces que reclaman interrumpir, por el procedimiento que sea, el programa atómico de Irán. Sería una decisión grave en cualquier circunstancia, pero mucho más en ésta, en la que el lobo que anunciaba Pedro ya no parece asustar tanto como antes, por más que siga dejando un escalofriante rastro de cadáveres y destrucción.
José María Ridao es diplomático.
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