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DESDE BEIRUT | El conflicto libanés
Columna
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Ahí va otro hombre muerto

Tengo que empezar pidiéndoles disculpas por el inaceptable cruce de mártires que ayer me hizo contabilizar entre los supervivientes nada menos que a René Moawad, que saltó hecho pedazos precisamente el 22 de noviembre de 1989. En realidad me estaba refiriendo a Marwan Hamadé, primer mártir viviente y actual ministro de Telecomunicaciones. Podría aducir que llevamos ya una docena de asesinados ilustres desde la otra guerra civil, pero no lo haré. No tengo perdón.

Por si les sirve de consuelo les diré que mi penitencia ha consistido en caminar durante kilómetros por un Centro Ciudad cuyas calles habían sido cortadas al tráfico y merodear esquivando multitudes o persiguiéndolas o precediéndolas. Había mucha gente, las cifras las darán otros, pero no tanta como la madre de todas las manifestaciones, la del histórico 14 de marzo de 2005 en que la gente se lanzó a la calle exigiendo la independencia de Siria, cuyo espíritu se ha querido recuperar. La gente iba como desorganizada, unos cientos hacia arriba, otros cientos hacia abajo. Muchísimos se habían concentrado entre la catedral maronita de Saint George y el cuartel general del partido Kataeb, al que pertenecía el difunto, ya a la salida del puerto de Beirut. Gente había por todas partes, y los más caminaban sin parar en una dirección u otra hasta que empezaron a ordenarles por los altavoces que se concentraran en la plaza de los Mártires.

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Y ha sido en esta plaza simbólica y al mismo tiempo destartalada, en donde hay arquitectónicamente de todo un poco y urbanísticamente de todo un mucho -de ruinas romanas a un campo de baloncesto; el grupo escultórico que da su nombre al lugar, solares de aparcamiento y un montón de nuevas construcciones con sus correspondientes grúas-, en un costado de la aparatosa mezquita de cúpula azul dedicada a Rafic Hariri, ha sido ahí donde los líderes de la coalición 14 de Marzo han lanzado sus discursos de homenaje al muerto -el último en hablar, su padre: Amin Gemayel, ex presidente- y de propósitos políticos, y han sido coreados por una multitud exultante de consignas y banderas, sobre todo libanesas pero también de sus respectivos partidos. Los líderes -Jumblatt, Hariri y Geagea, además del padre- han hablado protegidos por un cristal antibalas, de prisa y durante poco tiempo, rodeados de guardaespaldas.

Desde lo alto del edificio de Virgin Megastore, desde la terraza a la que tenían acceso los amigos de la casa y unos cuantos periodistas que hemos fastidiado para ello lo necesario, les escuchaba hablar y hablar. ¿Cuántas palabras no se han vertido en vano en Líbano? Más que sangre, lo que es mucho decir. Escuchaba a los líderes, a los manifestantes. Y pensaba todo el rato en el féretro, en los restos de un hombre en su treintena que reposaban -¿qué significa aquí reposar, morir, no ser, sino pertenecer ya, pasivamente, a los otros?- en el interior de la catedral, mientras su rostro se repetía en cientos, miles de carteles, pancartas, chapas, vallas. Hay vallas que le muestran -aquí es costumbre- junto al auto en el que fue acribillado. Si no te fijas mucho parece un anuncio de coches. Pero no. Es él: Pierre Gemayel, muerto y bien muerto y ya convertido en emblema y utilizado para el próximo paso. Qué sin sentido el de todo esto.

Horas antes, desde el puente Fuad Chebab, al otro lado de la plaza, en el lado opuesto al mar -detrás del puente, un cementerio musulmán-, pude hacer fotos del gentío. En la imagen se juntaban toda clase de símbolos: el vientre de acero, en ruinas, de lo que fue un centro de recreo de avanzado diseño, el Radio City, perteneciente a los sueños de modernidad de los años sesenta y destruido durante la guerra civil; la estatua de los Mártires, que recuerda a los luchadores por la independencia de la dominación otomana; la tumba provisional de Rafic Hariri, en una tienda de campaña cuajada de flores y retratos; la propia mezquita que le honra; algunas casas todavía en ruinas; grúas y edificios a medio alzar; anuncios de urbanizaciones de ensueño.

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Pero la realidad, aparte de enfrente de mí -la gente, el duelo- se encontraba a mi derecha y a mi izquierda. Tanques oruga con dispositivos antiaéreos y unos tipos con muy mal carácter, pertenecientes a las fuerzas especiales, en cuyo entrenamiento inicial los oficiales al cargo tienen permiso para perder el 10% de los aspirantes (y cuando digo perder quiero decir: matarlos de puro entrenar). Bueno, el 90% restante estaba por los alrededores y de pronto han decidido echarnos de allí a los civiles, periodistas incluidos.

Es entonces cuando he caminado, penitente, hacia Virgin, al otro extremo de la explanada y, para mi sorpresa -la ceremonia seguía en la catedral, con el patriarca Sfeir pronunciando su sermón fúnebre-, muchos manifestantes venían en dirección contraria: cansados, arrastrando los pies, arrojando al suelo botellas de agua vacías, y también gritando consignas contra el presidente Lahoud. Subían desde la calle Weygand -en donde se halla la catedral-, pero se iban. En la plaza, no obstante, la multitud era considerable.

Ha sido al final, despejado ya casi el Centro Ciudad, cuando el coche fúnebre ha pasado por Weygand después de dar la vuelta al Parlamento, cuando he sentido la emoción de toda persona decente ante una muerte cruel y estúpida. Ahí va, con su familia, sus guardaespaldas, sólo y en silencio, entre cuatro curiosos rezagados. Ahí va otro hombre muerto.

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