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Columna
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Ritual

Para los presuntos culpables del 11-M se solicita una pena de casi 40.000 años de cárcel. Parecen muchos años, y ciertamente lo son, pero a mi entender la cifra no es mera suma de puntos o el resultado banal de un cómputo aritmético. Ya que en casos de muerte no busca venganza ni escarmiento ni reparar el daño sufrido, al derecho penal sólo le queda una función simbólica importante, un ritual difícilmente comprensible porque se mueve en otra dimensión.

Hace 40.000 años todavía rondaba por Europa el hombre de Neandertal y nuestros ancestros practicaban el canibalismo. Ahora son datos científicos que la distancia ha privado de connotación moral: nada de lo que pasaba entonces nos salpica ni nos concierne. Dentro de 40.000 años, cuando hayan cumplido su condena, los criminales de hoy serán lo mismo: residuos de una raza extinta. En este sentido, la condena ritual equivale a la exclusión del género humano.

Como algo de eso intuyen los reos, algunos etarras se comportan en los juicios como fieras enjauladas, una actitud que subordina los recursos legales a una breve aparición televisiva, a quedar en la memoria de la gente, aunque sólo sea en forma de miedo o de rechazo. Pero su lucha por escapar del sortilegio que convierte al individuo en un juguete procesal está destinada al fracaso. Cuando estaban en libertad eligieron el lenguaje de la agresión verbal y física. Ahora, desarmados y enfrentados a un interlocutor que no va al trapo, sólo les queda recurrir a los gestos simbólicos: gritan y simulan disparar con el dedo. Penosos pistoleros reducidos a la condición de mimos.

En Las mil y una noches aparecen genios feroces encerrados durante milenios en lámparas y tinajas. La rabia acumulada ya no se dirige hacia la persona que los encerró, sino hacia el incauto que los libera. El cuento acaba bien, porque si se dejaron encerrar una vez, no es difícil encerrarles de nuevo con un truco. En el territorio feliz de la ficción, sólo son paradigmas del mal genio, en los dos sentidos del término.

De un modo similar, en el mundo real, a los paradigmas de un mal genio que sobrepasa los límites de lo humano, el derecho penal, mediante salmodias jurisprudenciales, los encierra en un polvoriento museo virtual de paleontología.

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