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Columna
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La mandarina

Andrés Ortega

Una mujer en el Elíseo con ganas de cambiar las cosas sería un revulsivo para Francia. Ségolène Royal, elegida candidata socialista de forma aplastante por los militantes, puede llegar a serlo. Trae algunas, no tantas, ideas renovadoras. Pero viene con una peligrosa adicción a la droga que más ha contaminado la política en democracia en nuestros tiempos: las encuestas. En vez de líderes que van por delante de la opinión pública, la encuestitis -el gobierno o política por encuestas (sondeos generales o cualitativos)- produce dirigentes que van por detrás, que detectan lo que la gente quiere y se lo ofrecen.

Es algo diferente del populismo que encarna el que parece su rival principal por la derecha (si los suyos le dejan), Nicolas Sarkozy, también afectado de encuestitis. Fue una de las bases centrales de la manera de gobernar de Bill Clinton, y desde entonces la enfermedad se ha extendido a otros países y políticos, Zapatero incluido.

Nancy Pelosi, la mujer que más alto ha llegado en la política americana al convertirse en presidenta de la Cámara de Representantes, parece, en esto, lo opuesto a Royal. Entró en la política tarde, con 47 años. Votó en contra de la guerra de Irak cuando hacerlo no era popular. Es una dura que ha defendido con claridad el derecho al aborto voluntario. Y pertenecía al resucitado Caucus Progresista en el Congreso, el ala más abierta, liberal (en Estados Unidos, al menos, la izquierda no se ha dejado arrebatar este término).

Hay un paralelismo entre Pelosi y Royal, la una con Irak, la otra con la UE. La americana tiene que lograr que los demócratas desarrollen una estrategia sobre Irak si quieren ganar las presidenciales en 2008. En estas legislativas, bastaba estar en contra de la política de la Administración Bush. Pero a partir de ahora se les pedirá que ofrezcan alternativas. De otro modo, el Partido Demócrata puede acabar volviéndose a dividir sobre Irak frente, por ejemplo, a un John McCain que tiene las ideas claras: enviar más soldados. Sobre esto, no hay ideas europeas, menos aún en la izquierda.

Royal estuvo a favor del en el referéndum francés sobre la Constitución Europea (entonces las encuestas eran favorables). De hecho, el Partido Socialista francés hizo una votación interna previa y ganó el (que Fabius ignoró abanderando el no). Éste sigue siendo un tema que divide a los franceses, y especialmente a los socialistas. Sin embargo, Sarkozy sí tiene una visión inteligente de cómo salir del embrollo del no a la Constitución Europea, con un "mini-tratado". Es probable que acabe triunfando esta línea en la UE, aunque también plantee problemas. En cuanto al ingreso de Turquía, Royal seguirá "lo que diga el pueblo" francés. Es a lo que obliga ahora su Constitución, pero no estaría de más saber a qué atenerse.

Es verdad que no se necesitan las mismas dotes para ganar elecciones que para gobernar. Pero en su laudable intento de acercar la política a los ciudadanos, Royal se ha metido en los terrenos pantanosos de la democracia participativa al proponer jurados populares que juzguen la labor de los cargos electos, no del presidente de la República o de la futura madame le président. En parte recuerda al Nuevo Laborismo de Blair: en su enfoque radical en la reforma política desde un socialismo ligero, pero aderezado con un chorro de autoritarismo que parece pedir la sociedad.

Bajo sus apariencias de novedad, Royal viene de una larga y tradicional carrera política. Es enarca, del centro de formación de los mandarines franceses, la napoleónica ENA (Escuela Nacional de Administración), de la que han salido tantos dirigentes franceses, incluidos los presidentes de la V República, salvo De Gaulle (militar) y Pompidou (de la École Normale, sin pasarelas a la ENA en su época), aunque no Sarkozy. Royal defiende las 35 horas que la derecha no se han atrevido a tocar de verdad, y que más que crear empleo han sido utilizadas por las empresas para reestructurarse, y ganar en productividad y flexibilidad. Si gana, Ségolène Royal supondrá una renovación. Pero dentro de un orden; el del mandarinismo.

aortega@elpais.es

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