¿Dónde estamos?
Puede que no tenga mayor importancia, pero un grave peligro para conseguir la posible y deseada desaparición de ETA es la sensación que puede tener más de un ciudadano de no saber dónde estamos. Aún peor: no es nada bueno que no pocos ciudadanos perciban que los responsables políticos tampoco saben dónde están. Los acontecimientos no se están produciendo como se esperaba: las fechas apuntadas no se cumplen, las reuniones fijadas no se celebran. En su lugar, comunicados, declaraciones, robos y lucha callejera, con lo cual la desorientación sólo crece.
La atmósfera política y el modo en el que han transcurrido las cosas no ayudan a la claridad. La radicalidad del PP desdibuja y esteriliza cualquier crítica constructiva posible.
Tiene razón el presidente del Gobierno exigiendo autocrítica al Partido Popular. Pero no estaría mal que la hiciera con su propio proceder. Habiendo confiado demasiado en que el PP al final no tendría más opción que sumarse al carro, no ha sabido conquistar su confianza, dejando la puerta abierta al tufillo del provecho electoral en un tema tan serio y tan de Estado. Tufillo que el PP está convirtiendo en atmósfera irrespirable.
Tanto se ha hablado desde las instancias gubernamentales de hoja de ruta y de bases sólidas para la esperanza, tanto han proclamado los iniciados del proceso que incluso las comas del texto de ETA proclamando el alto el fuego estaban pactadas, que todo lo que viene sucediendo desde entonces sorprende a propios y extraños. Que un proceso de estas características sea largo, duro y difícil parece evidente, aunque no fuera el discurso inicial del Gobierno. Pero todo puede ser asumido con tal de que los principios estén claros, con tal de que esté claro a dónde se va, cuál es la meta a alcanzar y en qué condiciones.
Se empieza a admitir que hay cambios en la famosa hoja de ruta: aquello de primero la paz y luego la política parece que ya no vale tanto. Ya la misma resolución del Congreso -combinando la afirmación de que no se puede ni debe pagar precio político alguno por la paz, con la que dice que la política puede ayudar a la paz- abría la puerta a interpretaciones contrapuestas. El mundo de ETA-Batasuna lo interpretó según sus intereses: para ellos la resolución del Congreso avalaba la necesidad de un acuerdo político para superar el conflicto vasco y así acceder a la paz. Interpretación que no era ni la de quienes apoyaron la resolución en el Congreso, ni la del Gobierno.
La afirmación del presidente en el debate de política general admitiendo el paralelismo de las dos mesas -la del Gobierno con ETA para su disolución, pacificación, y la de los partidos políticos para la normalización-, y aunque nos riñera al día siguiente por haberle entendido demasiado bien, iba por el camino de la hoja de ruta cambiada: la paz se vincula a la mal llamada normalización, o por lo menos las mesas se enmarañan de tal manera que la ruta se está convirtiendo en laberinto.
El proceso, además de largo, duro y difícil, parece que será turbio, difuso y nebuloso. Aunque los que mejor conocen el camino norirlandés afirman que todo pudo funcionar porque el fin estaba claro desde el principio, y era un fin compartido por todos. Aquí, sin embargo, es precisamente el fin el que empieza a no estar claro, ni parece ser compartido por todos.
Pero aun eso podría ser asumible a condición de que el presidente del Gobierno dijera a los ciudadanos que sigue valiendo la afirmación de que no va a haber pago de precio político alguno por la desaparición de ETA, y que el no pago de precio político se mide en unos límites claros y definidos de la Constitución española y de su interpretación. Todos los cambios y las nebulosas serían asumibles si se ofreciera una garantía clara por parte de quien puede hacerlo de que en la reforma del Estatuto de Gernika -si es que de ello se trata- no se va a producir nada que no deba producirse, no se va a acordar nada que fuerce la Constitución y su interpretación. Necesitamos esa clarificación porque queremos seguir apoyando al presidente del Gobierno.
El cambio en la hoja de ruta estaba anunciado en los cambios del discurso político y en algunas figuras argumentativas. Al socorrido recurso de los tres años sin víctimas mortales se le ha añadido el argumento de que el mejor homenaje a las víctimas es que no haya más muertos.
Dejando de lado que la obligación de todo Estado y de todo gobierno es proteger la vida de sus ciudadanos, y su libertad, pero como actividad ordinaria, quienes recurren a esa figura argumentativa quizá debieran recordar a las víctimas -no a los familiares de las víctimas, sino a los asesinados y a los mutilados supervivientes- y preguntarse si ese recuerdo es compatible con la idea de que esos asesinatos, al fin y al cabo, han valido para algo, para que el acuerdo alcanzado en la mesa de partidos políticos incorpore las razones, o algunas de ellas, que los motivaron en primera instancia.
Por muy duras que sean las cuestiones relacionadas con el tratamiento de los presos y de lo que sea preciso llevar a cabo en esos temas para conseguir el finiquito de ETA, la verdadera cuestión política se ubica en lo que puede ser posible y en lo que no debiera ser posible en la negociación entre los partidos políticos vascos. Es aquí donde se tiene que validar la frase de que no se puede ni se debe pagar precio político alguno por la desaparición de ETA. Por eso era tan importante la separación conceptual, lógica y temporal de las dos mesas. Y por eso se requiere, en estos momentos en los que esa separación no parece estar en vigor en todo su significado y con todas sus implicaciones, en estos momentos en que ETA vuelve a sus andadas, a la lucha callejera y al rearme bajo la excusa de la actuación judicial y reclamando impunidad, que se ofrezcan garantías a la ciudadanía de que de la mesa de normalización no saldrá ningún acuerdo que incorpore elementos de las razones que sirvieron a ETA para matar. Que ese acuerdo no pueda ser percibido como algo que, a posteriori, legitime nada de lo que motivó alguno de los cerca de mil asesinatos de ETA.
La politización de las asociaciones de víctimas puede haberlas deslegitimado en parte, aunque nunca lo estarán del todo. Pero existen unas víctimas primarias, los asesinados, que lo fueron por representar el compromiso y el pacto, el pluralismo y la libertad expresados en el Estatuto de Gernika, por representar el Estado de derecho constitucional. Disponer de él con ligereza interpretativa puede ser una carcajada lúgubre en la cara de quienes ya no pueden opinar. Y no lo pueden porque ETA segó sus vidas como algo necesario para materializar un proyecto político para Euskadi.
Joseba Arregi es profesor de Sociología en la Universidad del País Vasco.
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