Israel está sacrificando su propio milagro
Al recordar anualmente a Isaac Rabin, los israelíes nos miramos a nosotros mismos. Este año mirarnos a nosotros mismos no resulta nada fácil.
Hubo una guerra. Israel demostró un enorme poder militar, pero también descubrió su fragilidad y su impotencia. Vimos que, a fin de cuentas, nuestro Ejército era incapaz de asegurar nuestra existencia. Pero sobre todo entendimos que Israel se halla en una profunda crisis, mucho más profunda de lo que creíamos, tal vez la peor de su historia.
Mi amor por esta tierra es difícil, complicado y rotundo. El pacto que siempre he tenido con esta tierra se ha convertido, desgraciadamente, en un pacto de vida o muerte. No soy en absoluto religioso, pero aun así creo que el establecimiento y la mera existencia del Estado de Israel son una especie de milagro que nos ha ocurrido como pueblo, un milagro político y humano. Esto es algo que nunca olvido, ni siquiera cuando muchos aspectos de nuestra realidad me soliviantan y me deprimen, ni cuando el milagro se va desgranando en pedazos de cotidianeidad, miseria, corrupción y cinismo. Incluso cuando la realidad parece una mala parodia de ese milagro, no me olvido de él.
"Contempla la tierra, que tanto hemos malgastado", escribió el poeta Shaúl Tchernijovsky en 1938. Se lamentaba de que en la tierra de Israel, en su seno, enterrásemos una y otra vez a hombres jóvenes, en la flor de la vida. La muerte de los jóvenes supone un precio terrible, pero no menos horrible es la sensación de que el Estado de Israel lleva años y años sacrificando no sólo la vida de sus hijos sino también el milagro que le alumbró: la gran y extraña oportunidad que le brindó la historia de establecer aquí un Estado civilizado y democrático que se guiase por valores judíos y universales. Un Estado que fuera un hogar nacional para los judíos, pero no sólo en el sentido de un refugio sino en el de un lugar que diese un nuevo significado a la realidad judía; un Estado en el que parte importante de su esencia e identidad, de su ética judía, fuera un trato de respeto y plena igualdad a sus ciudadanos no judíos.
Y miren lo que ha pasado. Un país joven, atrevido y vitalista ha sufrido un proceso de envejecimiento prematuro.
¿En qué momento perdimos hasta la esperanza de que algún día podríamos tener una vida diferente, una vida mejor? Y aún más importante, ¿por qué hoy miramos indiferentes e hipnotizados cómo la locura, la rudeza, la violencia y el racismo se adueñan de nuestro hogar?
¿Cómo es posible que un pueblo con tanta capacidad de creación y renovación como el nuestro, un pueblo que ha sabido levantarse de las cenizas una y otra vez, se halle ahora, precisamente cuando posee un poder militar tan grande, en tal estado de debilidad e impotencia? De nuevo somos las víctimas, pero en esta ocasión somos víctimas de nosotros mismos, de nuestros miedos, nuestra desesperación y nuestra miopía.
Una de las peores cosas que ha revelado esta última guerra es que actualmente "no hay rey en Israel", es decir, nuestros jefes, políticos y militares, están vacíos. Y no hablo ahora de sus evidentes negligencias durante la guerra, ni de los grandes y pequeños casos de corrupción. Hablo de que las personas que hoy gobiernan Israel no son capaces de integrar los aspectos saludables, revitalizantes y fértiles de la identidad israelí, esos elementos de la memoria histórica que podrían dar fuerza e ilusión y que darían algún significado a la lucha agotadora y desesperante por la supervivencia.
Nuestros líderes se caracterizan por el miedo y la intimidación, por el guiño del negocio sucio, por el mercadeo de todo lo que más apreciamos. No son realmente líderes, y, desde luego, no son los líderes que necesitamos en una situación tan complicada y carente de rumbo como la nuestra. A veces, parece que lo que realmente les importa ocupa el minúsculo espacio entre dos titulares de periódico o entre dos investigaciones del fiscal general del Estado. Quiénes nos gobiernan -no todos, por supuesto, pero sí la mayoría- se muestran asustados, reticentes, inquietos. Resulta ridículo pensar que de ellos surja alguna visión o idea original, osada, de altas miras.
Señor primer ministro de Israel, no digo esto movido por la ira o la venganza. He aguardado cierto tiempo para no hablar llevado por el arrebato. Usted no podrá menospreciar mis palabras aludiendo al dicho de que "no se debe juzgar a un hombre cuando está sufriendo". Sí, claro que estoy sufriendo, pero más que rabia lo que siento es dolor. Me duele esta tierra y lo que usted, señor primer ministro, y sus colegas le están haciendo.
Isaac Rabin emprendió el camino de la paz con los palestinos no porque sintiera un gran aprecio por ellos o por sus líderes. También entonces, la opinión mayoritaria era la de que no había interlocutor serio entre los palestinos ni nada de lo que hablar con ellos. Pero Rabin decidió dar el paso porque comprendió, con gran tino, que la sociedad israelí no podría mantenerse durante mucho tiempo en una situación de conflicto sin solución. Entendió, antes que muchos otros, que vivir en un clima constante de violencia, ocupación, terrorismo, miedo y desesperanza implicaba pagar un precio que Israel no podía pagar.
Llevamos muchos años viviendo en plena lucha. Hemos nacido en mitad de la guerra, hemos sido educados en ella y, en cierto sentido, hemos sido programados para ella. Tal vez por eso pensamos a veces que esta locura es lo único verdadero, la única vida que podemos tener, y que no tenemos la posibilidad o incluso el derecho a aspirar a una vida distinta. Por nuestra espada viviremos, por nuestra espada moriremos y siempre la espada vencerá.
Quizá eso explique la indiferencia con que asumimos el rotundo fracaso del proceso de paz, un fracaso que dura ya años y que cada día se cobra más víctimas. Tal vez eso explique también que la mayoría de nosotros no haya reaccionado ante el brutal golpe que ha sufrido nuestra democracia con el nombramiento como ministro de un tipo como Avigdor Liberman, que es algo así como nombrar jefe de los bomberos a un pírómano.
Éstos son algunos de los factores que han hecho que en poco tiempo el Estado de Israel se esté mostrando tan cruel con el débil, el pobre, el que sufre. La indiferencia por la suerte de la gente que pasa hambre, los ancianos, los enfermos, los minusválidos, la no reacción ante el tráfico de mujeres o las pésimas condiciones laborales de los trabajadores extranjeros o el racismo institucionalizado hacia la minoría árabe; todo esto ocurre con total naturalidad sin que nos espantemos ni protestemos. Y empiezo a pensar que, aunque la paz llegue mañana, quizá ya sea tarde para que nos curemos del todo.La desgracia que se ha abatido sobre mi familia, con la pérdida en la última guerra de mi hijo Uri, no me da un derecho particular a opinar, pero creo que el enfrentarse a la muerte de un ser querido brinda cierta lucidez, al menos a la hora de distinguir entre lo importante y lo superfluo, entre lo que se puede o no conseguir, entre la realidad y la fantasía. Toda persona cabal, tanto israelí como palestina, sabe en el fondo diferenciar entre los sueños y los deseos y entre lo que se puede lograr realmente tras unas negociaciones. Quien no lo sepa diferenciar, sea israelí o palestino, ya no es un interlocutor sino alguien encerrado en su hermético fanatismo y, por lo tanto, no puede participar en una negociación.
Veamos ahora quién se supone que es ahora nuestro interlocutor. Los palestinos eligieron a Hamás, que se niega a negociar con nosotros y que incluso no reconoce la existencia de nuestro Estado. ¿Qué se puede hacer en una situación así? ¿Qué alternativa nos queda? ¿Seguir asfixiándolos más y más? ¿Continuar matando a cientos de palestinos en Gaza, la mayoría civiles inocentes como nosotros?
Diríjase a los palestinos, señor Olmert. Diríjase a ellos pasando por encima de Hamás. Diríjase a los palestinos moderados, a esos que al igual que usted y yo se oponen a Hamás y a su política. Diríjase al pueblo palestino. Diríjase a sus heridas profundas, reconozca su constante sufrimiento. Ellos y nosotros abriremos un poco nuestros corazones, y eso posee una fuerza enorme. La simple compasión, precisamente en medio del odio y la parálisis, tiene un poder tremendo. Por una vez mírelos no a través del objetivo de un fusil, y entonces verá un pueblo no menos castigado que el nuestro. Un pueblo ocupado, oprimido, sin esperanza.
Por supuesto que los palestinos también son culpables de que nos encontremos en un callejón sin salida. Por supuesto que también ellos tienen una parte importante de culpa en el fracaso del proceso de paz. Pero por un momento, mírelos de otra forma. No se fije en los extremistas, fíjese en la mayoría desgraciada de ese pueblo. Nuestro destino está ligado al suyo, queramos o no.
Acérquese a los palestinos, señor Olmert, deje de buscar todo el rato razones para no hablar con ellos. Usted renunció a un repliegue unilateral, e hizo bien. Pero ahora no deje un espacio vacío, porque enseguida se llenará de violencia y destrucción. Hable con ellos. Ofrézcales una propuesta que puedan aceptar los palestinos moderados, que son muchos más de los que nos muestran los medios de comunicación. Presénteles una propuesta así y que ellos decidan si aceptan o si prefieren seguir siendo rehenes del islamismo fanático. Vaya a ellos con el plan más osado que Israel pueda plantear, un plan con todo lo que Israel puede ofrecer. Si se demora en hacerlo, dentro de poco nos daremos cabezazos contra la pared diciendo: ¿por qué no fuimos más flexibles, por qué no utilizamos nuestra creatividad para sacar a nuestros enemigos de su propia trampa?
Así como hay guerras irremediables, hay también paces irremediables. Porque no hay más remedio. Ni ellos ni nosotros tenemos otra opción. Y a una paz irremediable hay que salir con la misma tenacidad con que se sale a una guerra irremediable. Y ya no hay más remedio. Y quien crea que no es así y que el tiempo juega a nuestro favor, no capta los peligrosos procesos en que estamos metidos.
Y por otra parte, señor primer ministro, quizá haya que recordarle que si cualquier líder árabe hace el más mínimo gesto de paz, usted debe responder a él, debe inmediatamente comprobar si es un gesto sincero y serio. Porque usted no tiene el derecho moral de no tomar en consideración un gesto de paz. No puede hacerlo por respeto a todos aquellos a los que va a pedir que sacrifiquen su vida en la próxima guerra. Por lo tanto, si el presidente Assad dice que Siria quiere la paz, usted, le crea o no, debe pedirle un encuentro en ese mismo instante. No espere ni un solo día. Pues cuando emprendió esta última guerra, no esperó ni una hora siquiera. Salió con todo el arsenal militar, con todo su potencial de destrucción. Entonces, ¿por qué cuando hay cualquier atisbo de paz usted lo infravalora, no lo considera? ¿Qué tiene que perder? ¿Desconfía del presidente sirio? Ofrézcale una propuesta que descubra sus verdaderas intenciones. Preséntele un plan de paz que dure varios años y que sólo al final, cuando se vea que acepta realmente todas las condiciones, le devuelva el Golán. Apoye a los sirios moderados, que también los hay. Intente modelar la realidad en vez de ser simplemente parte de ella. Para eso fue elegido, para eso precisamente.
La mayoría de los ciudadanos de Israel ya han comprendido qué es lo que hay que hacer para acabar con el conflicto: dividir la tierra para que se establezca un Estado palestino. Entonces, ¿por qué seguir debilitándonos con el enfrentamiento? Desde aquí les pido a todos los que me escuchan, a los jóvenes, que han vuelto de la guerra y que serán de nuevo quienes paguen el precio de la próxima guerra, a los ciudadanos judíos y árabes de Israel, a la derecha y a la izquierda: deteneos por un momento, mirad el borde del abismo, pensad en que estamos a punto de perder aquello que hemos creado aquí, preguntaos si no ha llegado ya la hora de salir de nuestro estancamiento y exigirnos, por fin, poder vivir la vida que nos merecemos.
David Grossman es escritor israelí. Este texto es un amplio extracto de su discurso en Tel Aviv, en el 11º aniversario del asesinato de Isaac Rabin. Traducción: Sonia de Pedro.
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