Ni un cambio de régimen ni un cataclismo
EE UU no ha vivido un cambio de régimen ni un cataclismo político. Las elecciones del martes han sido una corrección de rumbo; un severo castigo a las políticas de Bush -quien sabe si el adiós definitivo del conservadurismo ideológico radical- y una muestra de confianza -quién sabe si breve- en el Partido Demócrata.
El electorado ha dado a los demócratas el control del Congreso para que frene al Gobierno en su desatinada carrera hacia el radicalismo. Desde el Senado -que tiene, entre otras, la atribución de aprobar los nombramientos de los principales cargos públicos-, los demócratas obligarán al presidente a elegir por consenso a los próximos ministros o jueces del Supremo. Desde la Cámara de Representantes, los demócratas podrán impulsar leyes que equilibren la desatención actual de los programas sociales.
Ése ha sido el mandato de los electores. Pero es más dudoso que también le hayan dicho no al Partido Republicano en su conjunto y de forma duradera. Como afirma el columnista David Brooks, "la desafección del electorado con los republicanos no es filosófica, tiene que ver con la incompetencia y la irresponsabilidad". Un 47% de ese electorado se declara moderado, e igual que el martes, harto de esa irresponsabilidad, le dio la mayoría a los demócratas, se la puede quitar dentro de dos años si éstos no demuestran algo mejor que ofrecer.
Así lleva siendo durante décadas en la política norteamericana. Ni el castigo recibido por el partido en el poder es, por contenido o proporciones, excepcional, ni la política de colaboración bipartidista es tampoco extraordinaria. La mayoría de los políticos que lidiarán con esa cohabitación han tenido oportunidad de ejercitarla, incluido Bush en su tiempo de gobernador de Tejas.
Estamos ante un escenario conocido y del gusto de los ciudadanos. Cualquiera de las dos partes que quiera ir más deprisa de lo que los electores han pedido, probablemente se saldrá de la pista.
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