_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Borrar las huellas

Somos especialistas en eliminar nuestras propias pisadas, expertos en no dejar ni rastro de nuestro paso, maestros en el arte de borrar nuestras huellas, demoler edificios, destruir plazas, volar puentes. Dicen que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen, pero a los nuestros (a los de mi ciudad, o sea, a quienes viven y ejercen sus oficios en Bilbao) no les resulta fácil ni a menudo posible. El lugar del crimen, sencillamente, ha desaparecido. No ha lugar. ¿Dónde se cometió el crimen? ¿Qué demonios había en ese sitio? ¿Cuántos lugares diferentes ocuparon ese mismo espacio? El asfalto, el cemento y la piedra, contra lo que asegura la retórica, son mudos. No saben, no contestan. Con su mala memoria de elefante (elefantes de piedra) no consiguen despejar nuestras dudas. ¿Qué es lo que había ahí debajo? ¿Qué hubo antes? ¿Qué es lo que fue al principio?

Pocas ciudades como la capital vizcaína se han especializado tan concienzudamente, a lo largo de todas sus edades, en borrar su pasado. Ni el puente que aparece en el escudo de la Villa es el mismo que hoy cruzan sus vecinos. Los antiguos escritorios bilbaínos (que uno imagina como los del famoso escribiente de Melville, cada uno con su obstinado Bartleby prefiriendo no hacerlo) hace una eternidad que pasaron a engrosar la leyenda. Historia legendaria, por lo tanto, la nuestra.

La ciudad, como decía Max Aub, es un libro que se lee con los pies. Pero leer a Bilbao con los pies es obligarnos a tartamudear, cuando no a enmudecer. Nuestra cartografía sentimental es un bien intangible, ni se toca ni puede pisarse. Es lo más parecido a un jardín que emborrona la niebla. ¿Dónde estaban aquellos almacenes con nombre de ave en los que nos compraban, cada mes de septiembre, los arreos escolares? ¿Dónde aquel cine de sesión continua con el suelo sembrado de cacahuetes y un acomodador cuya función, precisamente, consistía en ponernos incómodos? No nos queda otro remedio que construir de memoria (reconstruir con ladrillos de bruma) nuestro propio pasado y el de nuestra ciudad, el cambiante escenario que nos ha caído en suerte.

A veces hemos sido los propios villanos, hipnotizados por la piqueta, los responsables de la demolición a plazos de nuestra ciudad. Otras han sido los elementos naturales, incendios y aguadutxus, quienes se han llevado por delante dos o tres siglos de historia urbana. Parece nuestro sino. Por eso no es extraño que acabe de bajar la persiana uno de los últimos viejos cafés bilbaínos, a pesar del empeño que las instituciones, esta vez, han puesto en salvarlo. El Café Boulevard era un superviviente de los años dorados de Bilbao. Testigo del frenesí bursátil de los años veinte y de las míticas tertulias donde oficiaban personajes como Pedro Mourlane Michelena, una especie de D?Ors de andar por casa que alternaba con otra gran tertulia, la del Lyon D?Or (llamada con retranca Lyon D?Ors) en la que se muñó el fascismo ibérico bajo la inspiración de Ramón de Basterra. Pocos bilbaínos quedarán capaces de situar en el espacio físico de la ciudad el Café Lyon D?Or. Más fácil lo tendremos con el Boulevard, pero no es demasiado probable que los presentes o futuros propietarios del local mantengan su función y mucho menos su filosofía.

El escritor costumbrista Aranaz Castellanos se refugiaba entre los veladores del Café Boulevard antes de suicidarse por culpa de una quiebra fraudulenta en la que se vio involucrado. Ortega y Gasset departía con Indalecio Prieto después de apalabrar con los representantes de Papelera Española la creación de Espasa-Calpe. El escritor gallego Julio Camba se acomodaba en el café como un francotirador y observaba con lucidez irónica la fiebre capitalista y literaria que se había adueñado de aquel río revuelto convirtiéndolo en un remolino. "Un poeta bilbaíno que me quiso leer unos versos el otro día", escribe JC, "tuvo que buscar el manuscrito entre unas cuantas navieras que llevaba en la cartera". En La rana viajera cuenta Camba cómo en el Café Boulevard conoció a un tipo que terminó vendiéndose a sí mismo trescientas toneladas de brea que, naturalmente, no necesitaba para nada. ¿Cuántas operaciones de este género no se harán diariamente en Bilbao?, se preguntaba. El Café Boulevard fue testigo de algunas. Acaban de cerrarlo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_