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Reportaje:

El futuro cierto de Alí

20 millones de pequeños viven en la calle, cinco en África. Una visita a un hogar para ellos en Mauritania, apoyado por Unicef

Ana Alfageme

Alí nunca te mirará a los ojos. Ni cuando, a dos pasos de ti, acabe de escribir su nombre en caracteres árabes apretando con rabia (o con aplicación) el bolígrafo contra el papel. Ni cuando le preguntas por su ídolo deportivo, que, claro está, resulta ser Eto'o. Alí ha vivido demasiadas cosas en sólo 13 años. Ha dormido una noche sí y otra también a la intemperie, ha mendigado, se ha prostituido, probablemente ha esnifado guinze, una mezcla de gasolina y cola que te envalentona si necesitas robar, y ha trabajado como cobrador de autobús por unas pocas monedas y muchos capones.

Alí es el nombre supuesto de este adolescente con el cráneo tachonado de mataduras, uno de los 1.000 llamados "niños de la calle" que malviven sin techo en los paupérrimos suburbios de aluvión de Nuakchott, la capital de Mauritania. O de los 20 millones que lo hacen en distintas partes del planeta, según Unicef.

"La mayoría son de la etnia de los antiguos esclavos. No han escapado a la pobreza"

Más bien, era un "niño de la calle". Porque hoy, Alí y sus heridas, que van más allá de la cicatriz limpia que cruza su brazo derecho, duermen en una habitación rodeada de colchones alfombrados al estilo del país, al cuidado de dos educadores y una cocinera. Alrededor de la estancia se sientan otros niños que a veces te miran e incluso sonríen. Su historia, con variaciones -unos mendigaban en la playa, otros vendían té en una estación- es la misma que la de Alí.

Sin la intervención de una asociación humanitaria, que le curó las gravísimas heridas que le produjo un pederasta una noche en plena calle, en unos jardines de Nuakchott, y de Unicef, la agencia de las Naciones Unidas para la infancia, que colaboró en la detención del agresor, Alí no estaría hoy aquí, rehuyendo la mirada, pero vestido con una camisa y un pantalón del mismo color, aseados, aparentemente sano.

Ahora el chaval come algo más que bocadillos conseguidos a cambio de sexo -"Alí es el más inestable, de todos ellos, sufrió abusos entre otras cosas porque buscaba a un padre", confía Hamath, uno de los educadores-, ha regresado a la escuela y disputa a patadas un balón sin aire a sus nueve compañeros ahí fuera, en una calle de la capital de Mauritania, donde la basura se entierra en el polvo y la tonalidad ocre se confunde con las fachadas de las casas.

En una de ellas conviven Alí y otros nueve niños varones de entre 8 y 14 años. "El hogar debe situarse en un barrio pobre, similar a los suyos", acaba de explicar, en un todoterreno de Unicef que salta por los caminos sin asfaltar de la ciudad, Mohamed Lemine, impulsor de la asociación humanitaria Enfant et Développement en Mauritanie, que en 1992 creó estos hogares. Hoy Lemine trabaja en Unicef -la agencia a la que EL PAÍS destina los fondos recaudados en un sorteo solidario- y que apoya proyectos como éste. "Los niños tienen sus responsabilidades, se encargan de limpiar, de ir a buscar agua... y los fines de semana, quienes tienen familia van con ella, así recuperan la relación. Cuando crecen, estudian formación profesional, aprenden un oficio, la mayor parte llegan a poder valerse por sí mismos".

A la puerta del hogar, una estampa común en las calles de la capital mauritana, que tiene medio millón de habitantes: un burrito espera sujeto a un carro con dos bidones para vender agua. Un carrito así manejaba Alí cuando frecuentaba la calle. A cambio de pasar las noches con un anciano.

Cuando Alí tenía seis años, su madre, costurera ocasional, se separó del padre. Entonces, el barracón de madera -un chamizo más en los crecientes suburbios de la capital, adonde se mudan los campesinos que buscan fortuna- que era su casa, dejó de serlo.

La causa principal de que los críos abandonen la casa familiar es la falta de afecto y de cuidados y la ausencia del padre (uno de cada tres lo hace por estas razones, según un informe de Unicef), seguido de la pobreza (22%) y la violencia contra los niños (12%). Los mayores, demasiado preocupados por conseguir algo que comer para su prole, realmente no están presentes y los niños en realidad no tienen hogar. Suelen pertenecer a la etnia de los haratins, los descendientes de los esclavos mauritanos, que no han conseguido escapar a la pobreza. "Hay algunos poulards, porque mantienen la tradición de mandar a los niños con los marabús, los líderes religiosos, pero como algunos les pegan, huyen a la calle", dice Lemine.

Y así, los chavales como Alí abandonan el colegio (el 62% lo hace) y un día no regresan a dormir. Entonces vagabundean por las estaciones de autobuses, las gasolineras, las playas y los mercados, donde, al abrigo de una banda, mendigan o roban y buscan trabajos peligrosos, como el de Alí, cobrador en las furgonetas que sirven de autobús, siempre con el riesgo de caerse de la trasera y a expensas de que el conductor no le pagase nada al final del día. Comen a matacaballo, fuman, inhalan guinze (más de la mitad lo hace) y, por tanto, enferman a menudo. Hasta que la calle puede con ellos... O se topan con una asociación que les escucha.

Lemine explica cómo trabaja la ONG: "Salimos a buscar a los niños a la calle y les llevamos a un centro donde hablan de sus problemas. A quienes pueden volver a su casa, les devolvemos a su casa, a los que pueden ir al colegio, les llevamos al colegio; a los que no tienen padres, los llevamos a un hogar con educadores y cocinera, así se recrea una familia. Siempre es un hogar pequeño, ocho, diez niños máximo, para educarles como en una familia".

Hora de pelear por el balón. Alí se engancha con Mohamed. Antes, Mohamed mendigaba en una iglesia y Radim, que se adelanta por la derecha, trabajaba como vigilante en un videoclub para adultos. A cambio de protección, la banda se llevaba su dinero. Él pasaba las noches en la casa de un pederasta. Ahora los tres juegan al sol. Todo parece indicar que su futuro es algo más que una incógnita.

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Sobre la firma

Ana Alfageme
Es reportera de El País Semanal. Sus intereses profesionales giran en torno a los derechos sociales, la salud, el feminismo y la cultura. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS, donde ha sido redactora jefa de Madrid, Proyectos Especiales y Redes Sociales. Ejerció como médica antes de ingresar en el Máster de Periodismo de la UAM y EL PAÍS.

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