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Columna
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El agua de la discordia

Jesús Mota

Sería de agradecer que las ocurrencias de los gestores políticos se limitaran a decisiones cuyo fracaso no implica catástrofe. Si José Luis Rodríguez Zapatero tropieza con la feliz idea de que el mejor candidato a la alcaldía de Madrid es Miguel Sebastián, vaya enhorabuena; sólo su credibilidad política le va en ello. Pero el problema del agua es demasiado serio como para que los políticos responsables abrumen a los ciudadanos con declaraciones confusas o simplemente extemporáneas. Sirva como ejemplo una declaración de Cristina Narbona, responsable del líquido elemento, supuestamente malentendida en el sentido de que se iba a encarecer el consumo de agua por encima de los 60 litros. La ministra se vio obligada a precisar que esos 60 litros son el mínimo imprescindible que establece la ONU y que no pensaba en penalizar el consumo doméstico excesivo -¿quizá porque las competencias de suministro y precios son de los ayuntamientos?- sino ofrecer algunas recomendaciones para ahorrar agua. Como, por ejemplo, usar la lavadora y el lavavajillas cuando estén llenos.

La transferencia de concesiones hidráulicas ayudaría a resolver los casos de desabastecimiento en las ciudades

La primera intervención de la ministra fue inoportuna por innecesaria; la aclaración posterior rezuma trivialidad. Sus consejos, propios del manual de instrucciones de un electrodoméstico, se sitúan dos o tres escalones por debajo de lo que deberían ser sus preocupaciones fundamentales en el ministerio. Por ejemplo, haría bien en explicar si en España existe una política del agua que vaya unos pasos por delante de los anuncios que recomiendan la ducha en lugar del baño. Nueve de cada diez economistas consultados y tres de cada cuatro ingenieros llegan a la desoladora conclusión de que no hay tal política. A no ser que se considere política hidráulica la construcción arbitraria de trasvases que no resuelven el problema simplemente porque las comunidades autónomas con agua sobrante mantienen en España un encarnizado conflicto tribal con las autonomías que carecen de ella.

Una política correcta del agua exige reconocer en primer lugar que el uso doméstico parece bien regulado en España. En realidad, es casi un problema de estructura tarifaria, competencia como se ha dicho de los ayuntamientos. Por lo general, las tarifas municipales del agua se estructuran en tres o cuatro tramos, en función del consumo, de forma que cuanto más se consume, más cara se paga el agua. El principio general es que los costes de obtención, canalización y distribución se recuperen en el conjunto de los ingresos. Es decir, que los tramos de menor consumo pagan por debajo del coste y los de mayor consumo por encima.

Narbona sabe con toda seguridad que el problema del agua en España es el uso agrícola, que absorbe aproximadamente el 80% del consumo total. Es aquí donde se manifiesta con crudeza la falta de una política hidráulica, porque, dicho sea en términos esquemáticos, mientras en algunos territorios se riegan por inundación cultivos de dudosa rentabilidad relativa, en ciudades próximas hay que racionar el agua. Oídos los vaticinios apocalípticos de Al Gore y con el convencimiento de que la pertinaz sequía castigará con especial saña el territorio peninsular, resulta imprescindible articular los procedimientos necesarios para transferir sin imposiciones agua desde el consumo agrario al doméstico. Esos instrumentos se llaman mercados concesionales a través de bancos de agua. Funcionan de la siguiente manera: cuando se prevé una sequía prolongada o una emergencia en el suministro de agua a una ciudad, el banco o centro de transferencia calcula cuánta agua debe obtenerse para cubrir el déficit de suministro humano; a continuación, retribuye con un precio atractivo a quien entregue las concesiones de agua, entrega que generalmente se hace por un tiempo determinado; distribuye el agua obtenida y generalmente destina una parte a rescatar acuíferos o reparar daños medioambientales. Porque este último es un coste que no reconoce el mercado.

Este tipo de transferencia de concesiones ataja la raíz del problema de suministro y ayudaría a corregir situaciones graves de desabastecimiento. Pero necesitan el desarrollo reglamentario implícito en la ley del agua y consolidarse como un instrumento ampliamente utilizado por regantes, consumidores y la Administración para resolver los desajustes hídricos. Los titulares de las concesiones agrarias descubrirían que, con frecuencia, ceder el agua al precio marcado por el centro les proporcionaría más ingresos que el cultivo que riegan.

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