Una ley para leer
Nada puede obligar a leer, pero los gobiernos tienen la obligación de convencer a los ciudadanos de cualquier edad de que leer es, como decía un antiguo eslogan, bueno para la salud y para la convivencia. España está a la cola de la lectura en Europa. Las últimas estadísticas (de 2006) señalan que sólo el 53% de los individuos mayores de 14 años lee al menos un libro al mes, y ese porcentaje significa un decrecimiento de dos puntos con respecto a la encuesta anterior. Se lee poco y cada vez menos. Ese hecho tiene una grave incidencia cultural, educativa y política. El Gobierno aprobó ayer una Ley del Libro que se estaba posponiendo peligrosamente, dadas las circunstancias de penuria que verifican todos los vectores del sector editorial.
La ley tiene como objetivo, sobre todo, el fomento de la lectura, y en su articulado se asegura que "el Gobierno aprobará periódicamente planes de fomento de la lectura (...) que irán acompañados de la dotación presupuestaria adecuada". Aborda también un punto crucial y polémico, el del precio fijo, que afecta al ecosistema de las librerías; el Gobierno interviene en este caso reforzando el precio fijo, que salvaguarda ese sistema, preserva la diversidad librera y trata de garantizar que haya una variedad de oferta.
La ley no extiende el precio fijo a los libros de texto, como pedían los sectores profesionales del libro. Pero da el paso de sustituir el régimen de descuentos por el régimen general de precios, que lo fija cada minorista. Cabe preguntarse si esta medida será suficiente para garantizar que los libros de texto estén presentes en la red de librerías, y éste es un punto crucial.
Lo mejor de la norma es que abre la posibilidad de tratar mejor el libro, que es el principal vehículo de difusión y de participación cultural. Recoge el cultivo y la responsabilidad de la lectura como bien público, más allá del interés individual, y aborda una atención a las bibliotecas como servicio cultural al ciudadano. Los indicadores responden a la miseria que durante años se ha vivido en la sociedad española en cuanto a dotación de bibliotecas públicas y bibliotecas escolares, y sólo una acción decidida (que puede empezar con esta ley) puede limar esas estadísticas vergonzantes que dicen muy poco de la salud de la cultura de la lectura.
Quizá en el trámite parlamentario del reglamento los grupos pidan, con razón, más precisión en los recursos con los que se va a aplicar la ley. Porque ahora este papel que ha aprobado el Consejo de Ministros todavía es un conjunto, sin duda bienintencionado, de declaraciones. Y aunque leer sea cosa de palabras, una ley que procure una mejor situación de la lectura no puede consistir tan sólo en palabras, palabras, palabras.
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