Osos polares en el Ecuador
La traducción es un misterio oficiado universalmente, cuyas claves todo el mundo utiliza pero cuyo sentido permanece sin desvelar. Hasta hace muy poco, los historiadores tradicionales de la literatura mencionaban tan enigmático como extendido acto; pocos se detenían en su despliegue formal. Una excepción: el extraordinario Horacio en España, de un jovencísimo Marcelino Menéndez Pelayo. Salvo esos casos, hasta hace unos cincuenta años, las consecuencias teóricas de la traducción estaban confinadas a las reflexiones de sus practicantes. Poetas, pensadores y teólogos, desde León Hebreo a Martín Lutero, desde Casiodoro de Reyna y Cipriano de Valera a Isabel Rebeca Correa, José Martí, José Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges u Octavio Paz han razonado el resultado de sus desvelos: llevar a la propia lengua los logros de otra. Aquel repertorio ilustre culminó con Walter Benjamin y, un poco más tarde, en plenos años ochenta del siglo XX, con Jacques Derrida y Paul de Man, quien afirmó a propósito del hermético ensayo de Benjamin: "No se es nadie en este terreno hasta que no se escribe algo sobre La tarea del traductor".
No convirtamos las sublimes verstas de la novela rusa en kilómetros
Pero las reflexiones ya no bas
taban. Tras la Segunda Guerra Mundial proliferaron los organismos internacionales y entraron en contacto político y sobre todo comercial países e idiomas alejados, lo cual exigió un contingente numeroso de funcionarios intérpretes, aumentado porque los procesos de descolonización de Asia y África habían desmontado las redes metropolitanas de control lingüístico e institucional ya desintegradas, un siglo antes, en América Latina.
Estos cambios exigieron una respuesta administrativa que se convirtió en estrategia académica. La enseñanza de la traducción y la interpretación, hasta entonces informal, empezó a hacerse universitaria, lo cual exigió especializaciones y, desde luego, sistemas conceptuales en apariencia científicos y por tanto ideológicamente neutros. Sólo aparentemente, ya que una de las más influyentes teorías de este nuevo elefante curricular, la de los equivalentes dinámicos, se debe a Eugene Nida, un cristiano protestante que buscaba modos de implantación de la Biblia reformada en las zonas católicas de una América Latina progresivamente secularizada. Nida sostiene que el objetivo de la traducción es volverla verosímil dentro de la experiencia de quien la leerá o escuchará.
En efecto, si un indio (ideal,
porque ahora los indios reales ven casi todos la televisión) nunca se ha encontrado con un cordero, ¿por qué no cambiar el símbolo, en los Evangelios, por un manatí? Hay otras teorías de la traducción en crecimiento exponencial; quizá la más estimulante se deba al israelí Evan Zohar, que piensa las relaciones entre culturas hegemónicas y dependientes como entramado de traducciones, a partir de nociones del formalismo ruso, en especial del lingüista Roman Jakobson. Siguiendo a Jakobson, Zohar, a la inversa que Nida, afirma que la función de las traducciones es producir extrañeza, no cercanía, porque la extrañeza nos vuelve conscientes de otras culturas y, sobre todo, de nuestra propia cultura como Otro. Nada de manatíes; si somos equinocciales, nos conviene un oso polar. Si somos meros atlánticos, no convirtamos las sublimes verstas de la novela rusa en kilómetros.
Por eso es tan difícil hablar de buenas o malas traducciones. Un criterio escolar e irrefutable para distinguirlas es la fidelidad al original. Pero tal exigencia no produce, en general, efectos duraderos. ¿Para qué ser fiel a un original que, en realidad, no nos necesita? Un ejemplo: en una interesante reseña (El primer poeta norteamericano, Babelia, 21 de octubre) Luis Antonio de Villena comenta la aparición, en España, de la primera traducción completa, reedición de la legendaria de Francisco Alexander en Ecuador en 1953, de Hojas de hierba de Walt Whitman, por lo cual, concluye, Whitman "va a enfrentarse con el gran público de habla española".
En realidad, como él mismo ad
vierte, Whitman ya se había enfrentado con el "gran público" del castellano: a través de Martí, de Darío, de Borges, de García Lorca y, sobre todo, de Neruda y de los nerudianos. Esta traducción completa es un éxito editorial, aunque no consiga resultados poéticos: nadie puede ahora hacerse whitmaniano. Ese nudo entre lectura y traducción es uno de los ámbitos del comparatismo actual; se trata de uno de sus cometidos más interesantes, porque muestra que lo inexacto e insuficiente es la base de la apropiación literaria de otras lenguas y otras culturas; casi podría decirse que es el signo mismo de su recepción estética. El Dostoievski que produjo duraderas consecuencias en la novela en castellano -en Pío Baroja o en Roberto Arlt- vino del francés, como todos los rusos; el decadente Hamsun de Hambre también. ¿Qué decir de Kierkegaard en Unamuno, qué de los haikus y los tankas llegados indirectamente, a través del francés y del inglés, presentes en los modernistas en castellano y en Carles Riba en catalán?
Quizá la única manera de aproximarse al misterio de la traducción sea recordar la observación de Roman Jakobson: "La equivalencia en la diferencia es el problema cardinal del lenguaje y constituye, además, el principal objeto de la lingüística".
Nora Catelli es coautora de El tabaco que fumaba Plinio. Escenas de la traducción en España y América (Ediciones del Serbal).
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