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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Marthaler, Alfaro, Veronese

Marcos Ordóñez

La mosca tsé-tsé. He visto La mosca de la fruta, de Marthaler (Teatro de la Zarzuela, Festival de Otoño), y me he aburrido como un lirón: lástima grande. Aluciné con Murx (Tati +Titanic) y fui teletransportado al Nápoles brillante y hambriento de la posguerra en Los diez mandamientos, pero esta vez hay demasiado método en su locura. Concepto: un grupo de tristes científicos de la antigua Alemania del Este investiga la genética del amor a partir de la mosca titular. Daría igual que fueran oficinistas de Cincinnati, porque la forma de Marthaler parece encallada en la autofranquicia: personajes estrambóticos y solitarios, coreografías mínimas, gags mineralizados, y, eso sí, súbitas y deslumbrantes cristalizaciones poéticas. Dos horas (sin intermedio, no sea que la gente se abra) son muchas para esa torrentera de frases en plan CSI onírico y esa banda sonora que podría amueblar seis películas de Syberberg: ópera por un tubo, romanzas italianas, lieders, canciones francesas de serie B. Por supuesto que hay momentos áureos, porque Marthaler sigue siendo un poeta y sus cómicos son superdotados: el monólogo con síndrome de Tourette, el humilde dúo de La Bohème, o la mutación de una Monypenny comunista en una deslumbrante hija de Zarah Leander. Y una gran frase para el recuerdo: "Los protozoos ciliados eran celosos".

A propósito de tres montajes: La mosca de la fruta, El portero y Un hombre se ahoga

Razón:Portero. La Abadía se llena cada noche para aplaudir El portero (The Caretaker), de Harold Pinter, con dirección de Carlos Alfaro, y yo me siento como Robert Walker durante el partido de tenis de Extraños en un tren, con el cuello rígido y la mirada ida mientras todos cabecean admirativos. ¿Es un mal montaje? No, en absoluto. Pero en los tres actores (Enric Benavent, Luis Bermejo, Ernesto Arias) se nota demasiado, para mi gusto, el esfuerzo, la composición, la venta de sus personajes. Subrayan las emociones; mantienen el gesto una vez concluida la frase, como si temieran que la intención no quedase clara; están condenadamente pendientes de cada efecto. Fuerzan lo cómico y sobrecargan el drama. El humor del primer Pinter no era naturalista: estaba a caballo entre Beckett y The Goon Show, el glorioso programa radiofónico de Peter Sellers y Spike Milligan, y debería interpretarse con un absoluto deadpan, sin aceleraciones, el mismo tono para "¿una taza de té?" que para "me lobotomizaron". Es otro talante, otra tonalidad y, sobre todo, otra escuela, eminentemente británica. Davis, el portero, no es un mendigo valleinclanesco sino dickensiano; la amenaza de Mike está más cerca de la de un villano de Los vengadores que de la chulería bronca, con impostados cambios de velocidad, de Ernesto Arias. Carlos Alfaro extrae, con nitidez quirúrgica, el espinazo de la trama, pero al mudar el tono la función se instala en un territorio incómodo, de sainete alucinado y chirriante.

Rostros sin regalo. Al fin una sensación: Un hombre se ahoga, de Daniel Veronese, en Temporada Alta. Capote nos enseñó la diferencia abisal entre "escribir bien" y el arte verdadero. "Escribir bien" es, a menudo, aplicarse, mostrar lo que uno sabe hacer, la batería de gracias y recursos, los golpes de talento. El arte verdadero es otra cosa. Ofrece una certidumbre de verdad instantánea, aparentemente sencilla. Tiene la inmensa cortesía de no revelar el esfuerzo: parece un juego concebido por un niño madurísimo o un viejo que ríe y llora al mismo tiempo, un viejo salvajemente divertido. Es la forma suprema del entretenimiento: sobrecoge, transporta, y nunca aburre. Un hombre se ahoga es arte verdadero. A priori, una pendejada: montar Las tres hermanas intercambiando el sexo de los personajes. "Ellas" son actores, "ellos" son actrices. ¿Tiene sentido? No sé si lo tiene, pero a los dos minutos te lo crees todo, porque ya te han instalado en su realidad, como sucedía en Vania en la calle 42. Doce actores en escena, con ropa de calle, interpretando la trama en continuidad, sin pausas ni cambios de acto. Continuidad quiere decir un afianzadísimo tejido emocional, sin escapatoria pero sin claustrofobia; una red implacable de tensiones y afectos. Cuando "no actúan" siguen actuando, es decir, permanecen en sus sillas, vinculados, ultrapresentes en el salón familiar. Los contornos de la representación se difuminan: todo tiene el aire irreal y perturbadoramente verídico de un sueño: Chéjov soñando Las tres hermanas. Todo está ensayado y pautado al milímetro pero exhala el mismo perfume de improvisación libre que consiguió Eustache en La maman et la putain. No hay "distanciamiento" ni "reflexión sobre el intercambio de roles": hay pasiones y vulnerabilidades que mudan de uno a otro sexo, porque así es la vida, así es el alma. Todos son primerísimos actores y actrices, la flor y nata del teatro argentino. También en su método está su grandeza: ensayaron durante seis meses, a ratos ganados, sin cobrar, a la salida de sus "trabajos remunerados", por puro amor al arte. La función se representaba cada domingo en una pequeña sala bonaerense, el Camarín de las Musas. Sólo de pensar que alguien se atreviera a hacer aquí algo parecido me entra la risa. Y la enorme pena de que esta maravilla se haya visto una sola vez, en La Planeta de Girona. ¿Nadie les ofreció una estancia de varios días en Barcelona, en Madrid, para enseñanza y edificación de cómicos y público? Una cosa más, tal vez la más importante. La verdad de esos actores va más allá de su extraordinario entrenamiento. Acorde al tópico, sus caras son su mejor espejo. Esas caras no se las regalaron. Son caras con historia, con historias. Por ahí han pasado muchas cosas. Por esas caras y esos cuerpos y esas voces. Marta Lubos, la doctora Chebutikin; Elvira Oneto, la baronesa Tusembach; Claudio Tolcachir, "un" Irina que parece escapado de una película de Garrel; todos y todas. Tras el incomprensible (o no) patinazo de El túnel, ya era hora de ver a Veronese mostrando sus plenísimos poderes. Me relamo pensando en el Mujeres soñaron caballos que montará en el María Guerrero.

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