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Tribuna
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Clima político y estrategias

Se ha instalado en España un clima político malo, por no decir pésimo. Esto es un dato. Lo corrobora cualquier encuesta: la percepción de la situación política es negativa y claramente peor que la de la situación económica. El indicador sintético de confianza política que elabora el CIS en base a su barómetro mensual registra un valor negativo (por debajo de los 50 puntos, que es el punto neutro) en 15 de las 16 últimas tomas. Estamos por tanto ante un fenómeno que desborda lo coyuntural. Para ponerlo en perspectiva temporal algo mayor: a lo largo de los ocho años de Gobierno del PP, el indicador estuvo en valores positivos en 48 tomas y en valores negativos en 39 ocasiones. Desde marzo de 2004 ha estado en valores positivos apenas 9 veces y 17 en valores negativos. Los valores positivos corresponden casi exclusivamente a la luna de miel que siguió inmediatamente a las elecciones del 14 de marzo y se quiebran a partir de enero de 2005.

Partiendo de esta evidencia, puede uno preguntarse a qué se debe este malhumor político (por el interés en sí mismo de la pregunta o porque saberlo es un requisito previo a solucionarlo). Y ahí entramos ya en terreno más resbaladizo. El conventional wisdom progresista ha diagnosticado que ese malhumor es, sobre todo, la consecuencia de la llamada crispación que ha introducido en la vida política el principal (o único) partido de la oposición, que no ha asimilado su derrota del 14-M y que pone en práctica un estilo bronco y destructivo de relación con el Gobierno. Admito que hay datos en las encuestas que prestan aval a esa interpretación: la oposición es peor valorada que el Gobierno, el PSOE conserva alguna ventaja en intención de voto sobre el PP, y la idea de que este último partido se ha radicalizado hacia la derecha es compartida por la mayoría.

Pero se puede ir más al fondo de las cosas. Como se presupone que los actores (incluso los políticos) son racionales, habría que preguntarse si esa conducta del PP es electoralmente rentable y, en caso contrario, preguntarse por qué la sigue.

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La evidencia demoscópica parece responder negativamente a la primera pregunta: excepto en un breve periodo, que coincide con el comienzo de la discusión parlamentaria del Estatut de Cataluña, el PP ha ido por detrás del PSOE en preferencia electoral, si bien es cierto que el consensus de las encuestas le sitúa ahora a menor distancia de éste de lo que quedó en 2004.

Entonces ¿qué sentido tiene para el PP seguir la vía de la crispación? Puede pensarse que los estrategas del PP simplemente repiten lo que les diera resultado en 1996. Puede pensarse que el trauma de la inopinada salida del poder en 2004 les ciega la visión. Pero también cabe seguir una aproximación más radical y preguntarse si el origen está principalmente en el comportamiento de la oposición o más bien el PP está respondiendo torpemente a una trampa estratégica que le han tendido sus adversarios.

Hace pocos días, Jacob Weisberg, el editor de Slate.com, la más importante revista on line de pensamiento liberal americano, analizaba en Financial Times el fenómeno Karl Rove, el principal estratega político de Bush, quien suele referirse a él como El Arquitecto o El Niño Genio. Weisberg es escéptico sobre la genialidad estratégica de Rove, pero lo que me interesa subrayar aquí es que el autor no puede dejar de reconocerle al Príncipe de las Tinieblas (como le llaman sus adversarios) su éxito al desafiar la idea de que toda competición electoral es una lucha por el centro. Rove ha seguido el camino contrario y hasta ahora le ha ido bien (el 7 de noviembre todo puede cambiar). Y le ha ido bien porque el Partido Demócrata no ha sido capaz de elaborar una contrapropuesta compacta a la agenda neocon.

Volviendo a España, es evidente también que la competición entre los dos principales partidos se ha polarizado y, en cierta medida, se ha hecho centrífuga. Esto es nuevo. Hay que preguntarse por qué.

Mi hipótesis es que es fundamentalmente la selección de agenda (agenda setting) por parte del Gobierno la que conduce naturalmente a la polarización y a la competencia centrífuga. Ejemplos: nuevo diseño de la arquitectura territorial, proceso de diálogo con ETA con in

-clusión de elementos políticos, revisión de los consensos de la Transición (incluida la memoria histórica), agenda de derechos de las minorías, y, hasta que los problemas se han echado encima, agenda migratoria. En todos estos temas, el Gobierno ha optado por un camino que primaba el acuerdo con la izquierda radical y las minorías nacionalistas y la exclusión del PP. La soledad del PP en el escenario parlamentario es básicamente el reflejo de una selección previa de temas y aliados por parte del Gobierno.

Entiendo que esto no es fruto del azar. El PSOE considera que si tiene éxito en mantener al PP entretenido en oponerse a la agenda que propone y, por la deriva natural de ese proceso, consigue que esa posición se perciba como extrema tendrá mucho trecho electoral recorrido. Por un lado, porque dificultará al PP proponer una agenda alternativa y captar apoyos en el centro. Por otro, porque le privará preventivamente de aliados potenciales, incluso en el supuesto de que consiguiera ser la primera minoría en unas próximas elecciones. De ahí, el nuevo mantra puesto en circulación por los primeros dirigentes del PSOE para identificar al PP con la derecha extrema.

Esto también tiene que ver con la naturaleza de los apoyos críticos que sirvieron al PSOE para alcanzar la victoria en 2004. El efecto electoral principal del 11-M fue el de llevar a votar contra el PP (más que por el PSOE) a una franja del electorado que es más reacia a la participación en circunstancias ordinarias. Esta franja, de identidad política radical, se moviliza más por temor a la alternativa que por adhesión. Mantenerla movilizada obliga a mantener vivo ese temor. Por eso, el mayor éxito del PSOE consistiría en sostener y, si es posible, ensanchar el recelo y la desconfianza hacia una eventual nueva llegada del PP al poder.

El problema está en que esta estrategia produce tres efectos perversos. Uno, la polarización progresa en espiral y abre una caja de Pandora difícil de controlar. Otro, distrae las energías políticas en temas que están lejos de los desafíos realmente importantes que afronta el país o que, incluso, como sucede con la agenda territorial, dificultan el enfrentarse con eficacia a ellos. El tercero, es claramente desmovilizadora de la franja central del electorado y, por tanto, alimenta el retraimiento político.

En las últimas fechas hemos visto contundentes ejemplos de esos inconvenientes en la campaña catalana. Nos falta por ver cómo incide en la participación, pero si mi hipótesis es correcta lo que encontraremos el 1 de noviembre es una presencia en las urnas por debajo de niveles decorosos.

La cuestión es si el PP tiene posibilidades de enfrentarse con mejor fortuna a esta estrategia de sus adversarios. Creo que sí. En primer lugar, sería preciso que asumiera en la práctica (y no sólo en la retórica) que su papel es mirar hacia el futuro. El 11-M pasó, la ciudadanía emitió su veredicto el 14-M y, por muy injusto que les parezca a los dirigentes del PP, no va a cambiar retrospectivamente, sino a peor, si se empeñan en prestar tribuna a las fantasías conspiratorias que en torno a él se fabrican. En segundo lugar, tendría que practicar una pedagogía más eficaz sobre el rationale de su oposición a los dos grandes temas que vertebran la agenda gubernamental: reforma de la arquitectura territorial y una negociación que incluye ingredientes políticos con ETA. Y en tercer lugar, debería esforzarse más en proponer una agenda propia en las grandes cuestiones que de verdad importan a los ciudadanos, como ha hecho recientemente con la inmigración. Sólo mediante una oposición afirmativa y de propuesta podrá librarse del estigma de la radicalización y podrá enderezar no sólo su propio rumbo sino el de la competición política, reconduciéndola hacia la centralidad.

José Ignacio Wert es sociólogo y presidente de Inspire Consultores.

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