Residencias para la espera
En España, cada mes, 36.000 personas cumplen 65 años. Y muchas superarán los ochenta. En nuestras sociedades envejecidas cada día habrá más personas que, en la última etapa de la vida, se sentirán solas entre las blancas paredes de una residencia sin que nadie vaya a visitarlas. Es posible que la residencia se encuentre geográficamente lejos o que sea difícilmente asequible; a lo peor sus familiares viven ya en otra ciudad y todos sus amigos -los pocos que quedan- estén inválidos o hayan muerto; quizá, sin darse cuenta, los escasos seres humanos que lo conocieron ya no cuenten al residente entre el mundo de los vivos.
Laín Entralgo, en su ensayo La espera y la esperanza escribe: "Más de una vez he recordado la aguda reflexión de André Gide ante el rótulo Sala de espera de una modesta estación ferroviaria del Marruecos español: Quelle belle langue, celle que confond l'attente et l'espoir! (¡Qué lengua tan hermosa, ésta que confunde la espera y la esperanza!). El lindo elogio de Gide no es del todo certero porque el español suele distinguir muy bien entre espera y esperanza; pero es cierto que poética y realmente, toda Sala de espera, Salle d'Attente, es siempre de algún modo Sala de esperanza, Salle d'Espoir. Si no fuese así, nadie entraría en ella".
Pero, ¿es esto realmente cierto? Hace unos días, un amigo con experiencia en la organización de residencias de alto standing para personas dependientes, me confesaba que a él no le gustaría terminar su vida en ninguna de estas residencias privilegiadas: limpias, confortables, con buena alimentación y cuidados sanitarios adecuados. Y al plantearme lo paradójico de su afirmación he llegado a la conclusión de que ingresar en una residencia, sea de alto o bajo standing, sea pública o privada, en el fondo equivale -ya que este año se cumple el centenario del nacimiento de Samuel Beckett- a esperar a Godot. Decía Jacques Brel, en la misma línea que antes he señalado: "Hay dos tipos de tiempo: el tiempo de la espera y el tiempo de la esperanza". Para la mayoría de los que entran en una residencia, todos los minutos, horas, días, meses, años, que les quedan de vida son ya sólo tiempo de espera. ¿Dónde ha quedado para ellos el tiempo de esperanza?
En la actualidad, probablemente para bastantes personas, ingresar en una residencia equivalga a cruzar el umbral de la sala de espera de una gran estación de ferrocarril surrealista, sin horarios ni recorridos, en la que la espera puede durar años y, en la que ningún tren -ya que se trata de una extraña estación sin trenes- las va a llevar nunca a parte alguna. Al entrar, por voluntad propia o presionadas por los familiares o las circunstancias, estas personas saben, explícita o implícitamente, que al hacerlo renuncian definitivamente a toda esperanza de cambio en sus vidas. Y por esto, suelen resistirse a entrar.
Escribe Norberto Bobbio, ilustre hijo de la península italiana, señera figura contemporánea de la filosofía del Derecho, a sus 84 años, en un libro que, como Cicerón, también titula De Senectute: "Recientemente le dije a un viejo amigo: 'Estoy decaído, cada vez más decaído'. Me contestó con aire ligeramente burlón: 'Hace veinte años que me lo dices'. La verdad es que -aunque sea difícil de entender para quienes son más jóvenes- el descenso hacia ninguna parte es largo, más largo de lo que había imaginado, y lento, hasta el punto de parecer casi imperceptible (mas no para mí). El descenso es continuo y, lo que es peor, irreversible: bajas un pequeño peldaño cada vez, pero una vez puesto el pie en el peldaño más bajo, sabes que no volverás al peldaño más alto. No sé cuántos quedan aún. Pero no me cabe duda de una cosa: son cada vez menos".
En las residencias para personas dependientes, muchos de los profesionales que trabajan en ellas no suelen esperar nada de los internos, salvo tal vez que no se quejen excesivamente, que respondan bien a los tratamientos que les administran para sus dolencias, que alcancen pequeñas cotas de rehabilitación, que ingieran el alimento que se les proporciona, y que algún día mueran. Y los residentes -al menos algunos de ellos- son conscientes de ello.
Imaginemos que llegamos a la sala de espera de una estación muy confortable pero sin trenes; a un aeropuerto moderno sin aviones; que esperamos un taxi día y noche en el banco de la esquina ajardinada de una ciudad sin taxis. Y que nuestra única misión en la vida consista ya en permanecer allí durante meses, tal vez años, esperando simplemente a que nuestro corazón deje de latir. Y conociendo que, en el futuro, ningún tren, ningún avión, ningún taxi, nunca nos llevará hasta una tarea o unas personas que den sentido a nuestras vidas; que no se materializará ningún sueño; que nunca iremos a otra ciudad; que no conoceremos a nuevos amigos. De repente, en un momento, nos damos cuenta con tristeza de que nuestras historias, nuestra experiencia, nuestra sabiduría de la vida -al revés de lo que ocurría con los consejos de ancianos de las tribus indias de las viejas novelas de Zane Grey- no le interesan a nadie.
Según un estudio de la Fundación Pfizer, en 2010, en España habrá una población de personas mayores dependientes que se situará entre 1.725.000 y 2.350.000 y bastantes de ellas sufrirán limitaciones severas que precisarán de tres o cuatro horas de cuidados diarios para poder mantener una mínima calidad de vida. Y nos tememos que ni en estos cálculos sobre la mínima calidad de vida, ni tampoco en la llamada Ley de la Dependencia, por otra parte tan oportuna, no se habrá tenido en cuenta cómo suscitar o mantener en las personas dependientes -bastantes de las cuales acabarán en una residencia- algún tipo de esperanza.
Tal vez la solución estribe en pensar residencias en las que no sólo se distraiga a los residentes durante unas horas -a través de juegos, en algunos casos completamente infantiles- sino que se sepa fomentar en ellos algún tipo de ilusión, que se los escuche activamente, que se faciliten las interacciones, que se desee aprender de sus experiencias, que se les proporcione no tanto cuidado como afecto, que se les regalen sonrisas, que se valoren sus vidas.
Los políticos, los abogados, los clérigos, los responsables de nuestras instituciones, en sus discursos, suelen llenarse la boca con el valor y la dignidad de la persona humana. Pero los ancianos solos no están en los libros de ética. Son reales, concretos, ¡están ahí! No sólo hay que proporcionarles confort sino procurar que su biografía no se dé por terminada al jubilarse o al ingresar en una residencia. La vida de muchos de ellos puede ser todavía -en parte depende de nosotros- una vida que merezca ser vivida.
Ramon Bayés es profesor emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona (ramon.bayes@uab.es).
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